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Opinión - 19.01.2020

Oficios de niños

En lo que a educación se refiere, sigue separándose lo intelectual de lo manual. Me irrita

Arturo Barea era huérfano de padre, hijo de lavandera, gracias a sus tíos recibió una educación primaria, pero la fidelidad a su origen lo devolvió a la calle, donde fue niño repartidor de periódicos y recadero en una tienda de tejidos. Por eso no puedo evitar imaginármelo como uno de los protagonistas de este libro increíble que tengo en las manos: Lo que cuentan los niños. Entrevistas a niños trabajadores (1930-1931), aunque los chavalillos que aquí aparecen vivieron su infancia dos décadas después. Las entrevistas las realizó Elena Fortún para el semanario infantil Gente Menuda.Tuvo la genial idea de dar a conocer a sus lectores, hijos de clase acomodada, a esos otros chiquillos que, habiendo abandonado la escuela, ayudaban en casa con un sueldecito y aprendían a la vez un oficio. Son criaturas de la gran ciudad, a veces llegan del pueblo y han de aprender rápido de lo que ven y oyen. No parecen infelices en un sentido dickensiano, pero pasan el día callejeando. Hay una castañera, un botones, un diminuto trompeta, una aprendiz de modistilla, otro de cajista, un caramelero, un vendedor de periódicos como el pequeño Barea, hasta un cocinero hay en las páginas de esta curiosa recopilación en la que Fortún da cuenta del buen oído que tenía para el habla y del acopio de ingenio que hacía para animar a esos niños a que contaran su trabajo y sus sueños. Sin pretenderlo, Fortún narra cómo se formaban en los oficios los niños de clase humilde. Seguro que los pequeños burgueses leían estas entrevistas y soñaban con ser traperos, taberneros, carpinteros, porque, contadas por sus protagonistas, sus vidas estaban hechas a medida de los sueños infantiles, ya que se omiten el cansancio, los sopapos, la dureza.

Es algo habitual que los niños imaginen su vida como trabajadores de oficios en los que se tocan materiales, se construyen objetos, se experimenta la acción. Luego, el propio sistema educativo, en el que se descarta injustamente lo artístico y lo manual, va desplazando esas habilidades y fomentando la idea de lo que es prestigioso y lo que está por debajo en el escalafón social. Pero la infancia ama los oficios. Escucho en la radio a Isabel Celaá, ministra de Educación, hacer una defensa de la Formación Profesional. En los comentarios de los tertulianos al respecto hay una involuntaria condescendencia. Escucho cómo sigue separándose lo intelectual de lo manual. Me irrita. Como si se tratara de compartimentos estancos que no establecieran comunicación mental. No sé cómo creen que un carpintero construye una estantería sin imaginarla en el espacio, sin contar con su conocimiento de los materiales. Y así todo, hablamos de oficios entre los que hoy se encuentran las nuevas tecnologías, el cuidado de los bosques, el de la tierra, las plantas, el funcionamiento de máquinas y motores, la alimentación, la belleza, el diseño, la sanidad. ¿En qué lado me coloco yo, en el de los intelectuales? A mí me gusta reivindicar mi actividad como un oficio. Pienso en cómo me fui formando desde los 19 años. Aprendí a trabajar trabajando. Justo este oficio mío gana mucho saliendo a la calle, tratando de entender el ruido del mundo, siempre confuso. No es posible hacerlo bien si te quedas en lo especulativo. Se queda en pura palabrería. Observar es un oficio de acción y reflexión. Y mi habitación propia, el taller donde construyo esta columna.

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