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Opinión - 10.04.2020

Noticias de una antigua calamidad

Detectar a los que están contagiados, y no lo saben, sigue siendo el gran desafío para frenar una epidemia

A finales de 1664 se supo que dos hombres murieron de peste en Long Acre, una zona de Londres. Poco a poco la enfermedad se fue expandiendo y, durante los primeros meses de 1665, eran muchos los que ya habían caído en sus garras. Fue entonces cuando la nobleza y las clases acomodadas empezaron a abandonar la ciudad en tropel. La corte también se marchó. Y, entre las clases más humildes, florecieron de pronto toda “una marrullería de charlatanes”. Se propagaron los cuentos más variados, se habló de señales en el cielo, las profecías y los conjuros astrológicos estaban a la orden del día, pulularon hechiceros y nigromantes. Fueron muchos los que empezaron a atiborrarse de pastillas y pócimas para sortear el mal, y hubo quienes vieron la oportunidad de hacer negocio. Así que resultaba habitual encontrarse con reclamos de todo tipo. Uno rezaba “Prescripciones exactas para guía del cuerpo en caso de contagio”, otro prometía “Infalibles píldoras preventivas contra la plaga”.

De todas estas minucias da cuenta Diario del año de la peste. Lo escribió Daniel Defoe, que poco después sería conocido por Robinson Crusoe, su célebre náufrago, y que era un tipo que lo mismo trabajaba de gacetillero que de comerciante o se enredaba en prácticas de dudosa respetabilidad: espía, estafador, soplón. En 1720 la peste bubónica prendió en el puerto de Marsella y terminó acabando con la mitad de su población. Defoe consideró oportuno publicar algo que sirviera para prevenir a las gentes de su entorno ante lo que podía venirse encima si el contagio saltaba de Francia a Inglaterra. Esta idea de hacerse cargo de los problemas, de adelantarse antes de que estallaran de golpe, de buscar soluciones sensatas y de armarse con argumentos y valerse de la razón y la experiencia, empezaba ya a imponerse a principios del siglo XVIII, el de los ilustrados. Defoe compartía esos afanes, así que puso manos a la obra. Su diario apareció en 1722.

Se trataba, evidentemente, de un falso diario, en la peste de 1665 Defoe no era más que un criajo de unos cinco años. En sus páginas va mezclando un poco de todo: chismorreos, leyendas urbanas, noticias curiosas, un puñado de macabras historias que se alimentan de los horrores de aquella situación excepcional. “La gente, devorada por la peste o atormentada por sus pústulas”, caía con frecuencia en el delirio y la locura, cuenta, y se cometían barbaridades: “Se arrojaban por las ventanas, se disparaban con armas de fuego” y hubo “madres que en su frenesí asesinaban a sus propios hijos”.

Junto al narrador, que abunda también en dar cuenta de conductas irreprochables, aparece todavía el viejo moralista del Antiguo Régimen (la peste es un castigo de Dios), pero ya está ahí el hombre de ideas, que procura recoger las estadísticas de la peste, las disposiciones de las autoridades, la eficacia y oportunidad de sus medidas, lo que funcionó y lo que no fue bien. Ha pasado ya demasiado tiempo desde aquella lejana calamidad, pero es curioso que la mayor inquietud de Defoe y la más importante de sus recomendaciones fuera la de señalar que “la peste fue propagada insensiblemente y por personas que no aparentaban estar enfermas, que ni siquiera sabían que tenían la peste ni sabían tampoco por quién habían sido contagiadas”. Igual que ahora con todos esos asintomáticos que no saben que llevan el coronavirus encima. Y van extendiendo el contagio.

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