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Opinión - 08.04.2020

Ni más fuertes, ni más unidos, ni mejores

De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos

De vez en cuando escribo en Google News “saldremos más fuertes” para intentar saber por qué. No encuentro más argumentos que los puramente homeopáticos. Y, como la homeopatía y como la religión, entiendo que la oración funciona para sentirse mejor, y no estamos para tirar nada. Todo lo que ayude, aunque sólo parezca que ayude, está bien. De momento la única certeza matemática es que a la calle, cuando salgamos, saldremos menos. También es seguro que viviremos peor, que habrá más paro, que tendremos que convivir con una nueva y violenta brecha política y que, basándonos en anteriores experiencias, las desigualdades sociales se incrementarán. ¿Se refiere la frase a que seremos mejores personas, nos ayudaremos más los unos a los otros, tendremos más empatía por los demás? Eso ya lo éramos antes, pero ahora lo seremos más débiles. Fuertes, desde luego, no.

Ortega llamó a este país “sugestivo proyecto de vida en común”, una definición asombrosa de la que Juan Pedro Quiñonero subrayó “proyecto”, o sea algo todavía por construir, y Laín Entralgo la “sugestión” de una vinculación histórica entre todos que definitivamente no se encuentra. Para entender la dificultad del reto orteguiano hay que hacer notar que el único momento en que nuestra generación vio un “sugestivo proyecto de vida en común” fue un Mundial de fútbol, para lo cual hubo que pasar de cuartos de final. Las últimas grandes tragedias nacionales, los muertos de ETA, del 11-M y ahora la pandemia no sólo no han servido nunca para unir nada, si acaso las pocas horas de unas manifestaciones (no todas), o el espejismo del espíritu de Ermua, sino que se han usado para, una vez dinamitados los cuerpos, dinamitar la convivencia mediante facturas escandalosas. Ni la corrupción, el hecho juzgado y sentenciado de un grupo de ladrones actuando, nos ha hecho más fuertes, más unidos y mejores, sino más pobres y divididos entre quienes creen que hay atracos malos y menos malos.

Y sin embargo hay esperanza. El primer día del confinamiento muchos de nosotros, los que no estábamos muriendo y curando, reaccionamos desde nuestras casas apelando al espíritu de resistencia, colgando poemas y textos épicos, escribiendo a todo el mundo para desearnos fuerza y valor en este terrible contratiempo histórico mientras se nos caían las lágrimas pensando en el grave sacrificio que exigía la nación: un sábado sin salir. Parecía que llevábamos dos meses en el gueto de Varsovia. No tengo ninguna duda de que una generación así volverá a disfrutar como disfrutaba antes, a relacionarse como se relacionaba antes y retomará el mundo que se quedó interrumpido hace un mes. Lo bueno de estos días desaparecerá y lo malo permanecerá, como siempre ocurre, pero se conseguirá la manera desgraciada y precaria de hacerlo llevadero. Políticamente no vamos a aprender nada y casi mejor así, porque cada vez que aprendemos algo encontramos la manera de usarlo al revés. Bien es verdad que cuando mejor le va a este país es cuando los votantes de los partidos encuentran por su cuenta los espacios en común que se afanan en aniquilar sus representantes, como está ocurriendo ahora.

No, no vamos a salir más fuertes de una pandemia a la que llegamos tan débiles. Es como pretender salir seco de un tsunami que te pilla en la ducha. Pero algo de optimismo tengo, porque si bien España es un país peligroso cuando entiende la «unión» como juntar filas a un lado y el contrario del río, tentado festivamente a que la única convivencia posible sea la de una mitad aplastando a otra, la misma España, a las ocho de la tarde, lo desmiente.

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