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Opinión - 11.09.2019

Mapa en marcha

Unas nuevas elecciones que favorecieran un fulminante Gobierno de derechas, cautivo de Vox y de sus votos, podría activar de nuevo en Cataluña el motor emocional que estuvo en el origen de todo

Posiblemente esta Diada sea algo distinta: una parte de la ciudadanía que salió en los últimos años a exhibir su mezcla de impaciencia perentoria y protesta política puede quedarse en casa. Es palpable que el desencanto ha cundido en algunos sectores independentistas, no sé si tanto como para abatirlos cabizbajos y depresivos, pero posiblemente sí desconcertados ante la bifurcación política del procés. El combustible afectivo de una sentencia aún ignorada no ha sido tirón suficiente y, sobre todo, la evidente insolvencia política de Quim Torra y su unidad móvil en Waterloo está cuarteando la estrategia y hasta la convicción de parte de los suyos. Cuando Tarradellas aseguró que lo último que haría en esta vida es el ridículo quizá captó de forma intuitiva parte de la sensibilidad más delicada de las sociedades avanzadas, incluida la catalana. El ridículo (calculadísimo) podía hacerlo Salvador Dalí, pero la elevación entronizada de la gasolina a la presidencia de la Generalitat posiblemente excede la capacidad de encaje de la mayoría de esta sociedad. Las comparaciones épicas estrafalarias (y ofensivas) han abundado en los últimos años —sacando a pasear al santoral completo de la resistencia civil contra auténticos despotismos—. Pero desde que el macizo de la raza no gobierna en España tiene menos flowesa propensión al melodrama impostado de mal publicitario. Los pueblos de la Cataluña del interior —desde Olot hasta Celrà, pero también Sant Feliu de Guíxols o El Port de la Selva— siguen exhibiendo trincheras visuales para situar a unos a un lado de la frontera amarilla y a otros a otro: la quiebra interna tiene rastros visibles e intocables pero no crecientes, y a menudo con banderas ya muy descoloridas.

También es palpable la retracción de intelectuales e influencers mediáticos que habían sido hasta hace nada activistas de la unilateralidad con argumentos de muy escasa entidad. Habían respaldado, a veces de formas muy cínicas, un proyecto de secesión unilateral hasta las mismas vísperas de la declaración de independencia: allí, en las vísperas, algunos de ellos se pararon ante la obvia catástrofe política que se avecinaba si el independentismo pretendía seguir sin contar con la mitad parlamentaria y social de catalanes, y sin una mayoría suficiente, ni reforzada ni no reforzada. El miedo cundió entonces en términos nada líquidos, reales, íntimos, nocturnos, aunque los medios públicos catalanes y los medios digitales afines y a veces dopados enseñasen solo la ola de euforia y la súbita perplejidad al descubrir que el Govern de la independencia se iba de fin de semana.

Hoy es la sentencia lo que tiene descolocados a casi todos los agentes. Es como si los dos años transcurridos desde septiembre-octubre de 2017 hubiesen puesto en marcha un reloj de aclimatación terrenal de los sueños celestiales. O quizá el tiempo transcurrido ha permitido identificar sin autoengaños la temeridad de una aventura política conducida con frivolidad y las consecuencias penales de decisiones tomadas sin levantar la vista de los móviles y sin escuchar otras voces, otros ecos. Los presos siguen en sus cárceles, pero no todos han interiorizado de la misma forma la experiencia carcelaria ni la meditación sobre el otoño negro de 2017. A unos les ha estimulado a un sacrificio biográfico y mesiánico que justifica su propia vida y a otros les ha conducido a recapacitar sobre la ilegitimidad política del unilateralismo. La salida desesperada que cultiva Torra sigue siendo la venenosa planta del cuanto peor mejor, pero en ERC ha calado la vía política como instrumento de poder: en Cataluña la lucha no gira hoy en torno a la independencia, sino en torno a la conquista del poder, y de momento ERC gana. Hoy parece claro que también su más veloz procesador de oportunidades, Gabriel Rufíán, ha asumido el error democrático, no solo político, en que incurrieron el 6 y 7 de septiembre, rematado el 27 de octubre con la declaración de independencia.

Algunos piensan que las declaraciones conciliadoras, o el apoyo a Pedro Sánchez de ERC, son solo una estrategia defensiva ante el fallo del Supremo. Puede ser, y puede que una vez conocida la sentencia caiga la máscara y regrese el Rufián conocido. Otros creemos que no es solo un mecanismo de defensa, sino el principio de un escarmiento democrático basado en una lectura elemental, pero inédita, de la realidad. Contra la opción destructiva y delictiva de Puigdemont y de Torra —un brexitcatalán por las bravas—, Oriol Junqueras sabe mejor que nadie que la viabilidad actual de la independencia es nula y sabe también que sin un Gobierno cortijeramente españolista no hay combustible capaz de aumentar los partidarios de la independencia. No hay claudicación alguna en la finalidad política; hay un regreso a la política clásica en forma de lucha interna por la hegemonía en Cataluña, y a la vez resignación forzosa a las cifras que moviliza hoy el independentismo. Su cota más alta pasó hace tiempo, y la confianza en que una sentencia dura pudiera reactivar las movilizaciones, o la desesperada “acción no violenta” que predica Torra, es cada vez más baja, aunque nada despreciable. Lo que va a faltar para que funcione el tirón antiespañol como lo hizo durante años es el pretexto de tener en el Gobierno de Madrid a una derecha estigmatizada en Cataluña: no lo digo yo que esté estigmatizada; lo indica la única diputada del PP con que cuenta el Parlamento catalán.

Las condiciones políticas para ese reciclaje de ERC y sus muchos votantes sí pasan por Madrid. Figuro entre los que creen que una Diada cansada puede favorecer indirectamente el acuerdo in extremis entre Sánchez e Iglesias (incluida la vía Zapatero). Sea o no causa fuerte de sus discrepancias, el encauzamiento político de Cataluña pasa por un Gobierno de centroizquierda, izquierda, semizquierda o pseudoizquierda, da igual. De la misma manera que la crisis de 2008 fue el catalizador que permitió prender la mecha del independentismo, hoy el apaciguamiento civil en Cataluña puede ser el catalizador que favorezca un Gobierno en Madrid. Cualquier otra solución —incluidas las elecciones del 10 de noviembre— conduciría a una peligrosa resurrección en campaña de mensajes, eslóganes, discursos y lanzallamas verbales sin control, ni de un lado ni del otro. La sentencia quizá solo pueda ser condenatoria, pero el margen de maniobra de que disponen los magistrados, dicen los juristas, es suficientemente amplio como para que su fallo no sirva de horno para relanzar la épica. Incluso diría que buena parte del independentismo social —el menos movilizado, el menos ruidoso, quizá también el más volátil— espera encontrar en la sentencia el pretexto para escapar al chantaje emocional en que muchos siguen inmersos (a sabiendas del disparate de 2017 pero ya también desengañados). La temeridad de forzar unas nuevas elecciones, con la sentencia aún en el aire, podría colocar al Estado ante una exacerbación fuera de control entre dos fiebres patrióticas adiestradas en los métodos de Trump, Bolsonaro o Boris Johnson. Y si el resultado favorece un futuro y fulminante Gobierno de derechas, cautivo de Vox y de sus votos, podría activarse de nuevo en Cataluña el motor emocional que estuvo en el origen de todo. Y entonces a lo mejor, atrapado entre el Cid de Vox y el Sant Jordi local, hasta yo me hago independentista, aunque sea por libre.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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