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Opinión - 11.02.2020

Mal momento

La crisis agraria y el Brexit desaconsejan el ajuste de los fondos europeos

La Unión Europea se dispone, según las evidencias disponibles, a debatir y aprobar un Presupuesto para el periodo 2020-2027 que implicará un recorte en los fondos estructurales y a la Política Agrícola Común (PAC). El pretexto que han encontrado los países defensores de la austeridad a ultranza es la salida del Reino Unido y el impacto que el Brexit tendrá en los ingresos comunitarios. Hasta aquí, poco hay que objetar. Ahora bien, con el mismo hecho se puede encontrar un argumento muy distinto: precisamente para suavizar los efectos del abandono británico es por lo que hay que reforzar las políticas compensatorias para los países y las rentas más afectados por la fuga británica. Pero el paradigma de la austeridad es todavía dominante en Europa y la probabilidad mayor es que el Presupuesto para el próximo periodo esté en torno a 1,04 billones, el más austero desde 1988.

Este recorte, si se confirma tras el consabido regateo entre los países austeros (Dinamarca, Holanda, Austria o Suecia), los defensores de la cohesión (España o Portugal) y los que han decidido que pueden aceptar un punto medio entre ambas facciones (Francia o Alemania), llega en un momento pésimo para Europa. Los fondos estructurales todavía son decisivos para la recuperación económica en la península Ibérica; y, desde luego, cualquier recorte en los fondos agrarios puede transmitir la impresión de que las instituciones europeas —es decir, los países partidarios del ajuste— no reaccionan ante el evidente malestar de la agricultura europea. La convulsión francesa de los chalecos amarillos, en la que cuenta como primer factor de irritación la decisión de cargar los impuestos energéticos sobre las clases medias y bajas mientras las rentas altas disfrutan de impuestos regresivos, o el conflicto en el campo español, con una disminución de rentas y una diferencia creciente entre los precios pagados a los agricultores y los cobrados a los consumidores, son dos buenos ejemplos del riesgo de revueltas viscerales, aunque sean esporádicas, que comprometen la idea europea.

El momento social es, pues, poco propicio para recortes de los fondos que reflejan la solidaridad europea. Presentar ajustes presupuestarios a la consideración de la opinión pública en plena crisis política (Brexit) o social (agitación agraria) y además, justo cuando la comisaria Von der Leyen propone un ambicioso plan energético como prioridad estratégica, no es precisamente un modelo de coherencia. Si también se demora sine die un acercamiento de la política fiscal entre los socios europeos y sigue sin concretarse la recuperación de los ingresos fiscales escamoteados por los grupos tecnológicos, queda reforzada la percepción pesimista de que la UE no valora la cohesión social o económica.

El resultado final queda en manos del juego político a partir de la Cumbre del 20 de febrero. El caso es que las oportunidades para recuperar una idea europea más social y más integrada fiscalmente no abundarán en el próximo lustro. Alemania, Francia y la Comisión Europea tienen que mirar a más largo plazo; tienen que preguntarse, de entrada, si Europa puede seguir pagando el precio de un dumping fiscal desbocado, políticas presupuestarias descoordinadas y una gestión arbitraria de las deudas públicas que genera crisis asimétricas en los socios del euro.

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