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Opinión - 21.06.2019

Lustro real

Felipe VI ha promovido los límites y la transparencia de la institución

El martes se cumplieron cinco años desde que don Felipe de Borbón fuese proclamado rey de España tras la abdicación de su padre, don Juan Carlos. Felipe VI llegó a la jefatura del Estado de acuerdo con las previsiones de la Constitución de 1978, inaugurando un periodo en el que los fundadores del actual sistema democrático dieron paso a una nueva generación de representantes políticos e institucionales. Habría que remontarse muchas décadas para encontrar en España una sucesión en la jefatura del Estado que no conllevara la sustitución del sistema político, según hicieron Niceto Alcalá Zamora y Manuel Azaña en la Segunda República. Y más de un siglo para que ese relevo se produjera entre dos monarcas, si bien en el caso de Alfonso XIII con la mediación de una larga regencia.

Hace cinco años, la vigente Constitución volvió a demostrar su eficacia al proporcionar las reglas para la sucesión en la Corona, corroborando el orden de prioridades sobre el que se apoyan los actuales sistemas democráticos. La alternativa esencial a la que estos responden no es entre la forma republicana o monárquica de Gobierno, sino entre regímenes que respetan las libertades y regímenes que no lo hacen. La Monarquía parlamentaria establecida por la Constitución Española se cuenta entre los primeros, y los dos titulares que la han encarnado hasta la fecha han mostrado en toda circunstancia su inequívoco compromiso con el carácter parlamentario de la institución, realizado, además, desde una escrupulosa neutralidad política.

Bajo el reinado de Felipe VI, la legitimidad de origen obtenida por don Juan Carlos al renunciar a la totalidad de los poderes recibidos de la dictadura, devolviéndoselos a los ciudadanos, está siendo reforzada por una institucionalización de los límites y la transparencia en la actuación del Monarca y de la Casa del Rey, imprescindible para reforzar la legitimidad de ejercicio. Era la salida más acertada tras los escándalos en los que se vio envuelto su antecesor y el procesamiento por corrupción de miembros destacados de la familia real.

Durante este primer lustro de reinado Felipe VI ha debido hacer frente, además, a la crisis institucional que provocaron los partidos que defienden la secesión de Cataluña al utilizar las instituciones autonómicas para llevar adelante su programa, imponiéndoselo por vías de hecho a la mayoría de catalanes que lo rechaza. Estos mismos partidos son los que le reprochan la decisión de pronunciar un discurso en defensa de la unidad del Estado democrático que intentaron violentar, cuando, como bien saben, fue el Gobierno de la época el que erró en la estrategia política para Cataluña, el que decidió un curso de acción inaceptable internamente y dañino a efectos internacionales y el que, en último extremo, guardó un inexplicable silencio para que fueran otras instituciones, desde la Corona a los tribunales, las que tuvieran que asumir las responsabilidades que dejó abandonadas.

El reproche que los independentistas dirigen al jefe del Estado disfraza como discrepancia con aquel discurso lo que en realidad es un cuestionamiento de lo que Felipe VI representa. Sus críticas a la Monarquía buscan atraerse a quienes prefieren la forma republicana de Gobierno. No parecen advertir, sin embargo, que no es eso lo que los descalifica, sino el ataque contra las libertades que perpetraron y con el que todavía amenazan.

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