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Opinión - 17.12.2018

Llámenlo feminicidio

La mujer es una víctima potencial por el hecho de ser mujer, pero si además es pobre, no blanca, de ambientes marginales, entonces vivirá una segunda muerte: la de la impunidad y el olvido

Hace unos días leí en The New York Times que Samuel Little, un hombre de 78 años condenado a una triple cadena perpetua por el asesinato de tres mujeres en Los Ángeles durante los años ochenta, ha comenzado a confesar otros crímenes cometidos durante casi 50 años. Suman 90. Todas sus víctimas fueron mujeres: drogadictas, prostitutas, mujeres sin techo, mujeres vulnerables que recogía en la calle, en bares y clubes y que acababan estranguladas en la parte trasera de su coche. La mayoría de ellas mujeres negras e hispanas. ¿Cómo es que la policía o el FBI nunca relacionaron otros crímenes similares con los tres por los que Little estaba cumpliendo condena? Lo que parece incompetencia (que igual también lo es) responde en realidad a la lógica del sistema: las agencias de seguridad destinan menos fondos a investigar desapariciones y crímenes de mujeres vulnerables como las víctimas de Little. Leo más artículos de la prensa estadounidense sobre el tema. La mayoría remite a otros asesinos que, como él, buscan a las más vulnerables, a aquellas que posiblemente nadie va a reclamar si desaparecen. Gary Leon Ridgway compite, aunque se queda rezagado, con la brutalidad de Little: en 2003 fue condenado por estrangular a 48 mujeres.

Ni el artículo del NYT ni los otros analizan estos casos desde el concepto de feminicidio, definido muy ampliamente como el asesinato de mujeres a manos de hombres por el hecho de ser mujeres, con el fin de abusar de ellas sexualmente o demostrar su poder. En su lugar usan el término “asesino en serie” y a sus víctimas las llaman “personas”, a pesar de que el 100% son mujeres. Según datos del FBI, desde 1985 el 70% de las víctimas de asesinos en serie son mujeres y hay unos 33.000 homicidios —posiblemente la mayoría feminicidios— sin resolver. Detrás de estos crímenes hay un psicópata con su propio odio o motivación siniestra, pero que lleva al paroxismo los preceptos de la cultura de la violación: la práctica normalizada del abuso del cuerpo femenino, una cultura que concibe a la mujer como un ser inferior que existe para dar servicio y placer al hombre, en este caso el placer de matar. Detrás de la impunidad en la que quedan muchos de estos crímenes hay, además, una cuestión racial y de clase, una jerarquización de las víctimas. No todas las vidas valen lo mismo, no todas las muertes se lamentan igual. Los medios de comunicación prestan más atención a un caso de desaparición u homicidio si la víctima es joven, de clase media/alta y blanca, la policía y el FBI se vuelcan en la investigación, las comunidades se movilizan. Y en realidad las mujeres blancas son el grupo demográfico de víctimas de violencia menos numeroso. Según el UCR (Uniform Crime Report), la tasa de victimización de mujeres negras es tres veces mayor que la de blancas. La mujer es una víctima potencial por el hecho de ser mujer, pero si además es pobre, no blanca, de ambientes marginales, entonces vivirá una segunda muerte: la de la impunidad y el olvido. En España no tenemos casos tan sonados de asesinos en serie, pero sí un grave problema de feminicidios íntimos (asesinadas por sus parejas) y de otros tipos (asesinadas por otros familiares, violaciones por desconocidos con resultado de muerte, etcétera). Feminicidio.net da una cifra de 92 casos sólo en 2018. Me pregunto, después de esta reflexión, si en España también discriminamos entre cuáles de estas muertes son lamentables y cuáles no.

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