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Opinión - 18.11.2019

Lecherita

Nuestra casa nos gusta, y jamás quisimos acometer ejercicios especulativos que exceden el alcance de nuestra comprensión y de nuestra moral

Ahora que está de moda una transparencia espectacularizada con la que personajes famosos alcanzan notoriedad por lo que largan; ahora que confundimos sincericidios con autenticidad y honestidad brutal con desnudos posados; ahora que para ser guay debes confesar el dinero que tienes o el número de polvos que te echas al año, mes, semana, día —hay gente muy mitómana: no me vengáis con milongas—; ahora que se cuantifica el sexo y se sexualiza la cantidad, y se confunde el imperativo “mírame” con exhibicionismo follador y alarde comprador; ahora que se mezcla en turbia nebulosa el poder adquisitivo con la inteligencia suma; ahora, me esfuerzo por modernizarme y, aunque no me pregunten, digo que: no dispongo de segunda residencia; guardo en el Banco unos pequeños ahorros porque tengo pánico de morirme sin pensiones ni caja de la Seguridad Social; y follo, hago el amor o me enternezco continuamente. Que soy monógama por elección —estoy buenísima— y tengo un piso en propiedad, libre de hipoteca, en el centro de Madrid. Es un piso de cien metros, exterior, luminoso. Un tercero sin ascensor. No está en venta. Porque es nuestra casa. La casa donde vivimos. La casa que nos gusta y con la que jamás quisimos acometer ejercicios especulativos que exceden el alcance de nuestra comprensión y nuestra moral muy, muy retrógrada, en lo que se refiere al manejo, más o menos épico, de la pasta. Los años de la beautiful people y las invitaciones desprejuiciadas a un enriquecimiento que, a menudo, está en la médula de la corrupción, nos enseñaron cosas que no hemos echado en saco roto. No profesamos la santa pobreza, pero tampoco somos víctimas propiciatorias de estafas piramidales: nuestro carácter no es emprendedor ni nuestra mentalidad se articula con un capitalismo naif.

Compramos nuestro piso por 10 millones de pesetas hace más de 20 años. Nos hipotecamos, pero pudimos deshipotecarnos gracias a la ayuda de mi familia. No se nos ocurrió vender esta casa y comprar una cesta de huevos de la que nacerían pollitos que serían triturados impunemente en cualquier parte menos en Suiza. Después, venderíamos la pasta de pollito para hacer salchichas y pastillas para caldo y, tacita a tacita y pastilla a pastilla, lograríamos levantar un emporio cuyos beneficios nos permitirían comprarnos una mansión en La Finca, de paredes vitrales, para poder fornicar, fornicar y fornicar, con un bamboleo entre blasfemo y religioso, casi públicamente, en nuestro escaparate, pero a la vez muy protegidos por un servicio eficiente de seguridad privada. Todo esto podría haber sucedido si alguna vez hubiésemos abierto la puerta a uno de esos agentes inmobiliarios que te quieren tasar la casa gratis y te la venden en un pis pas por 10 veces el precio que te costó. Mientras tanto, el barrio en el que vivimos se llena de tiendas donde las personas que cobran sueldos de tres cifras no pueden comprar el pan, la liberalización del precio del alquiler expulsa al vecindario más vulnerable, y señores filantrópicos que se anuncian en televisión cambian la vivienda de ancianitos y ancianitas por plazas en residencias chéveres en las que les alimentarán con galletas y gelatinas de colores. Sabemos que nuestra hora llegará. De hecho, me parece que ya están tocando el timbre.

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