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Opinión - 17.08.2019

Las hadas en la cocina

Fra Angélico, como los grandes poetas, transmite a través de los tópicos de su tiempo una verdad esencial. Sus cuadros parecen pertenecer al reino de la fábula, pero con los ojos del que contempla cosas reales

La pintura de Fra Angélico no puede comprenderse lejos del mundo agitado del primer Renacimiento. Un mundo en que el arte aspira a reflejar el mundo real y en que los pintores empiezan a no conformarse con la plasmación sugestiva de temas religiosos. Y es verdad que toda su obra gira sobre esos temas y es expresión de su sincero amor a las verdades de una religión en la que cree con fervor y cuyas historias no se cansa de escuchar y contar, pero no lo es menos que se acerca a ese mundo de una forma nueva, para celebrar, como otros pintores de entonces, la belleza y los dones de la vida. Tal vez por eso ningún otro tema fue más querido para él que el de la Anunciación, que pintaría varias veces a lo largo de su vida, y que tiene en el cuadro del Museo del Prado restaurado hace poco su expresión más admirable. Este tema resume su concepción del arte como vínculo entre lo divino y lo humano. Esa fue la respuesta que dio una vez a su amigo el papa Nicolás V cuando este le preguntó cuál era la cualidad que debía caracterizar a un buen pintor. “Debe tener la mirada con un ojo hacia el suelo y otro hacia el cielo”.

No hay nada de terrible en los ángeles dulces y temblorosos de Fra Angélico. En realidad, salvo por sus vestiduras y sus alas, sus rostros y actitudes son semejantes a las nuestras. Es verdad que desprenden luz, pero ¿no pasa eso mismo con todos los personajes de sus cuadros? En La Anunciación una paloma atraviesa, siguiendo la estela de un rayo de oro, el jardín del Edén hasta alcanzar el rostro y el pecho de María, que adopta una actitud de absorta entrega. Pero la luz de este cuadro no solo viene de ese rayo divino. Un tenue haz de luz dorada entra por la ventana del fondo y el propio ángel resplandece. En realidad está en cada cosa, como si la luz fuera la cualidad más íntima de todo cuanto existe, no solo de los seres vivos sino también de los objetos y las plantas.

Basta con mirar a María. Su cuerpo, su cabello y sus manos resplandecen, al igual que su vestido. Pero lo hace, no solo como si recibiera esa luz de algún punto invisible del exterior sino como si fuera ella misma quien la desprendiera. El mismo ángel parece sorprendido al verla, como si dudara de su misión o se asomara a través del gesto luminoso de María a una realidad más honda y conmovedora que la que representa él. Ese asentimiento, esa callada disponibilidad, esa mezcla de gratitud y de gracia, este mundo de luz que todo lo invade es la piedad. Y la piedad y la luz son los grandes protagonistas de toda la obra de Fra Angélico.

Las pinturas de Fra Angélico parecen pertenecer al reino de la fábula pero las pinta con los ojos del que se detiene a contemplar las cosas reales. Puede que una mirada así sea lo que hemos dado en llamar mirada poética, porque la poesía es el realismo supremo. Y todo el arte de Fra Angélico parece estar dominado en grado sumo por un apetito semejante de realidad. Eso significan las dos manos de María cruzadas sobre el pecho: “Quiero ser real”. Es curioso que el ángel y María realicen el mismo gesto. En realidad se recogen, se ovillan, forman un capullo: un capullo de seda.

Pero ¿no buscan eso todos los amantes, recogerse, transformarse en un capullo en las manos del otro? Y ¿qué dice María?: “Haré de mi cuerpo un capullo, una mandorla, el lugar de la aparición”. Y ¿qué le contesta el ángel?: “Quiero parecerme a ti”. Por eso se inclina como ella, por eso cruza sus manos e imita cada uno de sus gestos como si solo aspirara a ser su reflejo.

Puede que el arte de Fra Angélico alcance en este cuadro su momento más excelso, porque hace del corazón de la muchacha visitada por el ángel el verdadero centro de la escena encantada. Como si viniera a decirnos que el verdadero misterio no está en ese rayo de oro sino en el interior de la muchacha que lo recibe. Aun más, como si el ángel lo supiera y por eso se inclinara ante ella y guardara silencio. Como si eso que llamamos lo sagrado no fuera sino la cualidad más indefinible y honda de lo humano.

Y es verdad que desde un punto de vista estético esta Anunciación sigue siendo deudora del mundo de las miniaturas góticas, con su fijación por el oro, su sublime luminosidad y su atmósfera cortesana, pero su tono es muy diferente. En realidad todo el cuadro parece tener una cualidad mental, como si Fra Angélico no pintara una escena real, sino los pensamientos de los que la están viendo. No el mundo, sino nuestros pensamientos acerca del mundo. En realidad, en esta tabla María y el ángel han dejado de ser figuras alegóricas, que representan las ideas de la religión, para transformarse en los tiernos personajes de un hermoso y misterioso cuento.

Pero ni los cuentos ni la poesía han surgido para apartarnos de la realidad, sino para permitirnos adentrarnos más profundamente en ella. Eso representa este cuadro: el instante privilegiado en que la realidad y la verdad dejan de contradecirse. Claro que Fra Angélico, al pintarlo, no podía saber nada de esto y se limitaba a servir piadosamente a una historia en la que creía. Pero lo que hace inolvidable este cuadro es que más allá de las intenciones de su autor, ha llegado a nosotros flotando como un cofre en las aguas del tiempo. Un cofre que sigue conservando el poder de encantar a esos espectadores de hoy para los que los misterios de la religión apenas son otra cosa que un puñado de temas para las salas de los museos. ¿Cómo es posible que nos siga conmoviendo una escena tan maravillosamente pueril?

No es tan extraño si pensamos que lo que hace Fra Angélico, como todos los grandes poetas, es transmitirnos a través de los tópicos de su tiempo una verdad humana esencial. Porque aunque la idea de un ángel que visita la Tierra para anunciar a una muchacha que será la madre de un niño dios pueda parecernos a lo sumo un delicado cuento, algo nos dice que, como sucede con los verdaderos cuentos, oculta algo que no cabe desatender. Y nos bastará con detener nuestra mirada en esta Anunciación para darnos cuenta de lo que es, pues el misterio de la encarnación no es otro que el misterio del amor humano, y que es esa la razón de que un cuadro así nos siga fascinando.

A algo así se refiere Cocteau en su libro La bella y la bestia, diario de rodaje cuando, al comentar el trabajo en su película del gran fotógrafo Henri Alekan, escribe: “Alekan ha logrado un estilo sobrenatural dentro de los límites del realismo. Es la realidad de la infancia. El país de las hadas sin hadas”. Ese país es el que encontraremos al entrar en las salas de esta exposición, como si lo maravilloso no fuera algo que cuestiona lo que creemos ser, sino la cualidad más íntima y decisiva de lo que somos. O, dicho con otras palabras, como si ese anhelo permanente de lo maravilloso fuera el que nos hace de verdad humanos.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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