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Opinión - 18.06.2019

Las balanzas del bienestar

Los países nombran ‘guardianes‘ para los Objetivos de Desarrollo de la ONU pero no se entrevén las rupturas políticas necesarias

Imaginemos un Gobierno que decide destinar un 2% de su producto interior bruto a prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres. Los recursos se distribuyen en medidas preventivas, en mejorar los mecanismos de detección, atender a las víctimas y procurarles un presente y un futuro dignos. En el transcurso de unos años, aumentan las denuncias, el número de agresiones y homicidios disminuye, y mejoran las expectativas de las víctimas. La sociedad termina por comprender la raíz y complejidad del fenómeno y muestra mayoritariamente su repulsa. Imaginemos ahora otro Gobierno que destina esa misma proporción de su PIB a combatir la violencia provocada por el narcotráfico. En este caso, los recursos se destinan casi en su totalidad a incrementar el gasto militar y de las fuerzas de seguridad del Estado. Aquí, en cambio, la violencia que se pretendía combatir, lejos de disminuir, aumenta. En un contexto de corrupción generalizada, los homicidios se disparan justamente en los territorios con mayor presencia del ejército y la policía. La inseguridad ciudadana alcanza niveles sin precedentes.

¿Tiene ese mismo esfuerzo presupuestario el mismo valor añadido? Depende de lo que entendamos por valor añadido. Si lo que evaluamos es el aumento del gasto en sí, es probable que en el segundo ejemplo el saldo sea superior al estimular a su vez otros gastos paralelos, como la producción de armas, por ejemplo. Si, por el contrario, lo que nos interesa es constatar mejoras de progreso social, concluiríamos que, bajo parámetros objetivables de calidad de vida de las comunidades más afectadas, su incidencia es positiva en el primero y negativa en el segundo. Sin embargo, el indicador más utilizado, por ser el más disponible, para analizar los esfuerzos en política pública de los Estados y compararlos entre sí es precisamente la evolución del gasto en relación con el PIB. Sin duda, el camino más corto, pero no el mejor. En general, evaluar las balanzas públicas en función de la productividad y el crecimiento puede llegar a distorsionar sobremanera la realidad porque mide a medias lo que pretende medir, y además, otras cosas importantes, como si somos más libres, felices o solidarios, ni siquiera las observa.

¿Cómo otorgar, entonces, valor a aquello que contribuye al bienestar de una sociedad? Esta es precisamente la pregunta para la que Jacinda Arden, primera ministra de Nueva Zelanda, busca respuesta. Su presupuesto nacional del bienestar, anunciado hace unos días, está orientado a lidiar con problemas y desafíos tan dispares como la pobreza infantil, la discriminación de la comunidad maorí, la violencia machista, el sinhogarismo y las emisiones de CO2. La idea no es nueva, pero se mueve despacio. Ya en 2008, la Unión Europea, a instancias de la presidencia francesa, creó una comisión para la medición de la economía y el progreso social. Ese esfuerzo colectivo, recogido en Medir nuestras vidas, de los economistas Stiglitz, Sen y Fitoussi, no era más que una fundada invitación a mejorar la métrica. Es un debate necesario al que cada vez se unen más voces, desde el ecologismo hasta el feminismo, que, para ser justos, especialmente esta última hace siglos que lo reclama, pero de momento no parece que hayamos pasado de formular las preguntas. De hecho, algunos años más tarde del trabajo de aquella comisión, la UE dio un paso en la dirección contraria al incluir en la contabilidad económica los beneficios de la prostitución y el tráfico de drogas. En el ejercicio de visibilizar la aportación de las actividades ilegales a la economía resultaron unas nuevas sumas que consiguieron aumentar la riqueza europea hasta en un 4%. Todo un contrasentido. A través de los desafíos impuestos por la crisis ecológica, el aumento generalizado de la desigualdad y la automatización del empleo es más fácil entender la perversidad de crecimientos que no asumen los límites sociales o ecológicos.

Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU son un referente importante en esta dirección, pero por ver está que logre efectivamente ir más allá de realizar esfuerzos añadidos que funcionan más desde una lógica de promedios de cumplimiento que desde un ejercicio reflexivo de cambio de paradigma. Mientras los países nombran guardianes que velan por cada uno de los 17 indicadores, en la mayoría de los escenarios no se vislumbran todavía las rupturas políticas necesarias. Si el futuro deseable es un sistema económico más pequeño que opere dentro de los límites que impone la naturaleza y esté socialmente cohesionado, tendríamos que empezar por reconocer que los dilemas a los que nos enfrentamos raramente son un juego de suma cero. Aún tenemos pendiente decidir colectivamente dónde termina el derecho de una minoría a elegir lo que para la mayoría resulta inalcanzable. Todavía nos queda por entender cómo resolver la relación prevalente entre percepción de bienestar y capacidad de consumo material. Se trata de llegar al fondo de las cuestiones. No vayamos a quedarnos nadando en la superficie por miedo a sumergirnos mar adentro.

Margarita León es profesora de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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