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Opinión - 18.05.2019

La picadora de carne mediática

Entre una noticia y otra los seres humanos viven en la penumbra

Davide Bifolco tenía dieciséis años y vivía en Nápoles en Traiano, un barrio de las afueras.

En la mañana del 5 de septiembre de 2014, su padre Gianni se despierta, enciende el móvil y comprueba que ha recibido continuas llamadas telefónicas desde las dos de la madrugada. «Llamé a mi hermana. Me dijo: ‘Mira, vuelve de inmediato porque…’. Resulta que yo estaba fuera con otro amigo. Me dijo que la mujer de mi amigo había tenido un accidente. ‘Pero no le digas nada a tu amigo. Volveos rápidamente porque no está muy bien’. Y yo, pues eso que estuve consolando al chico… a mi amigo, todo el viaje. Pero él ya lo sabía. Y aún así, para no preocuparme, dejó que lo siguiera consolando, ¿entiendes? Estábamos en Pescara, ¿entiendes? Nos hicimos 300 kilómetros. Y cuando llegamos a Nápoles, le dije: ‘Vamos a ver qué le ha pasado a tu mujer, ¿no?’. Y fue entonces cuando me lo dijo: ‘No, Gianni, tienes que ser fuerte, porque un carabinero ha matado a tu hijo'».

Cuando el padre llega a casa, le cuentan lo que ha ocurrido. Su hijo, junto con otros dos chicos de su edad, iba montado en un ciclomotor. Se dirigen a una sala de juegos, pero se encuentran con un coche de los carabineros. Huyen porque tienen miedo de que les caiga una multa, pero el vehículo se les echa encima. Uno de los tres cae al suelo y se queda tumbado, otro consigue huir. El tercero es Davide, que se rompe una rodilla y se queda también en el suelo. Uno de los dos carabineros sale del coche, dispara y lo mata. La versión del soldado Macchiarolo, que fue quien abrió fuego, es que el proyectil se le disparó accidentalmente. Los jueces de la segunda sección del Tribunal de Apelación de Nápoles lo condenaron a dos años con suspensión de la pena.

Me enteré de esta historia inicialmente en la prensa y me reuní con el padre del chico pocos meses después. Nos citamos en un bar y luego fui a visitarlo a su casa para entrevistarlo a él y a su mujer. En los años 80 le asignaron una vivienda protegida, pero no pudo acceder a ella porque se la encontró ocupada por una familia llena de niños. «Es decir, lo que tenía que hacer en la práctica era pelearme con otros pobres. Hubiera tenido que poner en la calle a esa mujer, y no me sentí capaz de hacerlo». Así que Gianni ocupa un sótano en los años 90, lo reforma y se va a vivir allí. Le cae una condena de ocho meses, pero tiene un hogar. Davide nació en 1997. Con él la familia se compone de seis miembros. Los padres y cuatro hijos.

La toponimia de este distrito está dedicada a los grandes nombres de la antigua Roma. Catón, Marco Aurelio, Quintiliano, Rómulo y Remo, Adriano, Casiodoro, Horacio Cocles. Este último es el héroe mítico que hace 2.500 años detuvo a los etruscos en el puente de Sublicio. Luchando en solitario, ganó tiempo mientras sus compañeros demolían el puente para detener la entrada de los enemigos a Roma. Luego se arrojó al agua con toda su armadura y aparentemente se ahogó. Se le ha dedicado la breve calle que desde viale Traiano lleva hasta la parroquia Maria Immacolata della Medaglia Miracolosa. Doscientos metros, en los que se halla el edificio donde vive la familia Bifolco. Enfrente hay una explanada, algunos árboles y un pequeño parque infantil. En el muro del fondo, los grafitis reproducen el rostro de Davide. He vuelto dos veces a ese dibujo para contar esta historia y mantenerla viva en la memoria de quienes no viven en el barrio de Traiano. Fui solo y también con un cantautor, quizá el más atento y profundo que hay hoy en Italia, Alessio Lega.

Lejos de estas calles con nombres heroicos, la familia Bifolco es una diminuta historia entre las muchas que emergen de la gran narrativa de la crónica diaria. Lejos de via Coclite, la muerte de Davide no es más que un artículo del periódico y, para muchos, ese joven de dieciséis años se lo andaba buscando. ¿Por qué no llevaba casco? ¿Y por qué iba en moto con otros dos compañeros? ¿Por qué quisieron huir en lugar de detenerse inmediatamente? ¿Qué temían de las fuerzas del orden? Con esas cuatro preguntas, ese chico de dieciséis años queda enterrado por la banalidad del estereotipo. No se necesita nada más para escribir un artículo de unas cuantas líneas al lado de otros que fotografíen de manera opaca una periferia que solo se puede revelar cuando se vuelve escandalosa. Cuando se desata una pelea, un inmigrante mata o es asesinado, cuando podemos hablar de violación y prostitución, drogas y especulación inmobiliaria, un reflector se enciende sobre el gueto y lo abrasa, retratándolo como un infierno. Luego vuelve a apagarse y las vidas de aquellos que han sido abrasados solo pueden tratar de curarse las quemaduras.

Entre una noticia y otra los seres humanos viven en la penumbra.

Esta picadora de carne mediática produce esencialmente dos fenómenos: la pérdida de la relación humana con el mundo y la impresión de poder conocerlo y juzgarlo por completo. Por esto último se interesan los filósofos, pero en lo que concierne a lo primero, también vale la pena molestar a los artistas. Quien coja papel y lápiz o se siente con los dedos ante un teclado para contar una historia tiene la oportunidad de regresar a ese barrio para encender una luz más tenue. Una vela que permita iluminar a las personas y las cosas sin deslumbrarlas, confundirlas ni pintarlas como demonios. Tiene la oportunidad de recoser la escandalosa muerte de Davide a su vida de chico joven. Mostrándonoslo tal cual era en vida y lo mucho que se parecía a todos los demás adolescentes del planeta. Tanto a los ricos como a los pobres. A los extranjeros que huyen y a nuestros conciudadanos que les cierran puertas y puertos.

Gianni me cuenta esa noche y también el juicio, pero no deja estas dos historias solas en medio de un desierto silencioso. A su alrededor hay una vida complicada y plena como las vidas de todos. Recuerda a su hijo cuando le decía: «No te preocupes, papá, ya me encargo yo de todos mis hermanos. A mamá le haré vivir como una reina». Le gustaba jugar al fútbol y cuando su padre le tomaba el pelo, le respondía: «Ya verás, ya, acabarás yendo en Ferrari porque soy un gran futbolista. ¿No ves a Totti? Pues yo seré mejor que Totti porque llevo en la sangre eso de jugar al fútbol».

Y también Flora, su madre, lo recuerda así. «Me había pedido que le preparara puré y un trozo de carne asada, pero cuando llegó a cenar estaba triste. No comió nada. Y yo le dije: ¿Por qué no comes? ¿Te has tomado alguna guarrería por ahí? Él dijo que no y luego se marchó y volvió más tarde, a las once y media con Enzo y Salvatore, los otros dos chicos del incidente que iban juntos en la moto. Vino a ponerse una cazadora y le dije: No vuelvas tarde. Tu padre no pasa la noche en casa». Y él dijo ‘¡Ah, qué bien! ¡Ya duermo yo contigo, prepárame el pijama!’. Y yo le preparé el pijama. Se lo puse en el sitio de su padre y lo estuve esperando». Porque Davide era como todos los demás adolescentes del planeta.

Hace unos años, Unicef estimó que son poco más de mil millones. Y más o menos están hechos todos de la misma pasta. Algunos sueñan con convertirse en futbolistas, otros en huir de casa. Pero todos sueñan. Todos ven a sus padres como un obstáculo, pero luego necesitan su cercanía y dormir tal vez una noche con mamá. «Los chicos lo llamaban Robin Hood porque defendía a todos los chiquillos débiles ante quienes los insultaban, y también a las chicas, amigas suyas. Tenía un corazón enorme, era bueno, pero también era un chico muy despierto». Esto es lo que dice Flora y, sin darse cuenta, nos está hablando de todos nosotros, del vacío que nos están excavando, que nos estamos excavando a nuestro alrededor, recordándonos que si no nos preocupamos del cuidado de nuestra humanidad, estamos condenados a convertirnos en seres monstruosos. En el sótano transformado en hogar, al pie de un edificio de viviendas protegidas de una calle dedicada a un héroe mítico en un vecindario en las afueras de cualquier centro, nos recuerda que antes de poder estrechar entre nuestras manos lo que tenemos, nos conviene recordar lo que nos falta.

«Echo de menos lo que hacía de pequeño. Siempre decía que me quería, que yo era su reina. Me tomaba en sus brazos, me hacía dar vueltas y de repente yo perdía el equilibrio y me sujetaba para que no me cayera. Porque era juguetón, era un chiquillo al que le gustaba vivir. Echo de menos los besos que me daba en la boca».

Ascanio Celestini es dramaturgo, escritor y cineasta. Figura destacada del teatro narración en Italia, Celestini fue galardonado con el premio Ubu en 2002 y 2005.

Traducción de Carlos Gumpert

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