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Opinión - 21.06.2019

La inocencia y la culpabilidad

Dos grandes físicos discuten su papel en la construcción del horror

Niels Bohr y Werner Heisenberg salen a dar un paseo. Están en Copenhague, corre el año 1941. Los nazis ocupan Dinamarca. El Tercer Reich ha dado grandes pasos para dominar el mundo, pero todavía no ha ganado la guerra. Los dos físicos son viejos amigos, trabajaron juntos en distintas cuestiones relacionadas con la mecánica cuántica, han pasado a la historia por algunas contribuciones revolucionarias en ese campo. Heisenberg es más joven, Bohr fue hace un tiempo su maestro, y esta vez ha llegado a la ciudad donde algún día trabajaron juntos como una de las referencias científica indiscutibles de la nueva Alemania. Bohr lo recibe con recelos, los nazis han cometido demasiadas barbaridades: ¿qué pretende?, ¿a qué ha venido? De eso trata Copenhague, la obra de Michael Frayn que se representa estos días en Madrid dirigida por Claudio Tolcachir. El escritor británico junta a los dos grandes físicos después de muertos para que aclaren qué pasó entonces en Copenhague. Conversaron sobre las cosas que los hicieron amigos, pero los dos estaban ya marcados por el peso de la historia, y la corriente los empujaba en una única dirección: la construcción de la bomba atómica.

La obra de Frayn pone los pelos de punta porque escarba con extrema finura en las grandes cuestiones que surgieron tras la brutalidad nazi y el uso de las bombas atómicas. ¿Qué sucede en el pasado? ¿Qué fue lo que se dijeron aquellos dos científicos y de qué manera influyó en el curso de los hechos? ¿Cuál es su responsabilidad en la diabólica carrera nuclear? Claude Eartherly, el comandante que autorizó que se lanzara la bomba que destruyó Hiroshima, lo pasó después muy mal (estuvo internado en hospitales psiquiátricos, preparaba falsos robos para que lo metieran en la cárcel) y se convirtió en un decidido combatiente por la paz. Hacia 1959 estableció una estrecha relación con el filósofo vienés Günther Anders y, en una de las cartas que le escribió —incluida en El piloto de Hiroshima—, le decía: “La verdad es que la sociedad no puede aceptar mi culpa sin reconocer simultáneamente en sí misma una culpa mucho mayor”.

Anders se dirigió un tiempo después a un juez para intentar explicarle porque la de Eatherly era “una situación moral completamente nueva”. Y que su actitud revelaba “cómo reaccionarán los hombres en la era técnica si siguen viéndose implicados en actos de los que, de la forma más ambigua, serán y no serán dueños; en una palabra, en actos por los que se convertirán en seres inocentemente culpables”.

La culpa y la inocencia. En su último libro, La democracia intrascendente, José María Ridao se refiere a Copenhague y se pregunta: “¿Desde qué presupuestos morales pueden los científicos que, al servicio de una democracia, han participado en la construcción de una bomba atómica que ha sido utilizada condenar a los científicos que, al servicio de un régimen totalitario, no han conseguido fabricarla?”. Bohr terminó colaborando con Estados Unidos para construir el temible artefacto; Heisenberg no consiguió fabricarlo para los nazis. ¿Qué es lo que importa, pues, los actos o las intenciones? ¿O sólo importan, en realidad, los sujetos que están detrás, “de manera que hay sujetos para los que ciertas acciones están permitidas porque, en sí mismos, son sujetos intrínsecamente morales, y sujetos que, por ser intrínsecamente abyectos, contaminan de abyección la totalidad de sus intenciones y de sus actos?”. De eso va Copenhague, de esa madera están hechos muchos de los dilemas de nuestro tiempo.

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