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Opinión - 08.04.2020

La infancia confinada

Valorar los efectos del aislamiento sobre los menores es una ausencia clamorosa en la agenda de la crisis

Cuando la emergencia es extrema, las decisiones políticas se adoptan poniendo en la balanza cócteles de cosas que mezclan mal. La evidencia científica guía la acción de los Gobiernos, pero la decisión en última instancia siempre es política. Incluso suponiendo consenso absoluto sobre la solución técnica óptima para salvar más vidas humanas, su implementación es sopesada con sus repercusiones en otros ámbitos y en el largo plazo. Es un delicadísimo juego de malabares envuelto en una espesa nube de incógnitas, incertidumbres y falta de precedentes. Más tarde o más temprano, entran cálculos utilitarios sobre el coste de tomar o no tomar una decisión. Estos días hemos visto a distintos líderes explicitando algunos de estos dilemas: ¿a partir de cuántos muertos paralizamos la actividad económica? ¿Bajo qué excepcionalidad debemos ceder nuestras libertades? ¿Cuántos males menores estamos dispuestos a asumir para evitar el mal mayor?

Para una sociedad no es fácil hablar en estos términos, pero las decisiones a las que se enfrentan gobernantes del mundo entero se toman en contextos así de complejos. Estos dilemas acontecen también a una escala mucho más próxima e inmediata. Existe una medicina de catástrofe que busca optimizar la asignación de unos recursos insuficientes siguiendo criterios de justicia distributiva. Como bien explican Borja Barragué y Javier Padilla en su artículo A quién (no) debemos dejar morir, publicado en Agenda Pública, combatir una pandemia plantea cuestiones de carácter ético relacionadas con la justicia entre grupos de edad.

Por caprichos de la biología, el coronavirus fuerza de manera muy extraña una fuerte tensión intergeneracional. Mientras niños y jóvenes prácticamente salen indemnes, los más viejos son extremadamente vulnerables. La proximidad física entre unos y otros es de pronto un riesgo que urge contener. Desde el principio, el confinamiento total de los menores no ha tenido ni alternativa ni matiz. Tan absoluto es su encierro que en las primeras correcciones al texto del decreto hubo que introducir la posibilidad de que a una persona adulta le pudiera acompañar un o una menor a hacer la compra. Nadie pareció sospechar que infantes de corta edad no pueden quedarse solos en casa. Pronto aprendimos que la excepcionalidad de nuestro estado de alarma sería el insólito privilegio de pasear con un perro por las calles desiertas mientras niñas, niños y adolescentes acumulan semanas de reclusión.

¿Dónde están los niños? Cuando hablamos de familias hablamos también de infancia, pero no es lo mismo formar parte de una unidad que ser titular de derechos subjetivos. Para muchos menores, confiemos en que sean la mayoría, el confinamiento es un tiempo detenido en un hogar feliz. Para otros, en cambio, el aislamiento es una trampa que multiplica su vulnerabilidad. Además, el espacio de confinamiento está socialmente repartido de manera muy desigual. La calle, sobre todo en latitudes mediterráneas, es un importante nivelador social. Resulta irónico que la irrupción de la pandemia aplazara por segunda vez la aprobación en el Congreso de los Diputados del Anteproyecto de Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y la Adolescencia frente a la violencia, aprobado por Consejo de Ministros en diciembre de 2018. Organizaciones de la sociedad civil no cesan en su empeño de advertir que sin ley no hay registros fiables, ni medidas para detectar el riesgo, ni conocimiento colectivo de cómo y en qué medida se vulneran a diario los derechos más fundamentales de niñas, niños y adolescentes.

La falta de una red de apoyo o el aislamiento son factores relacionales vinculados directamente con el riesgo de maltrato infantil y juvenil. La Organización Mundial de la Salud lleva tiempo advirtiendo de que las secuelas del abuso emocional o físico sufridas en el entorno familiar a una edad temprana son prácticamente indelebles. Incluso en una situación de alarma sanitaria de esta magnitud, los efectos que el confinamiento puede tener sobre el bienestar físico y emocional de los menores, sobre su rendimiento académico o seguridad alimentaria deberían figurar en algún lugar prominente de la agenda política y, sin embargo, está siendo una clamorosa ausencia que parece ser la expresión de algo más estructural.

Cuando esta pesadilla pase, sería importante incorporar consideraciones de justicia distributiva entre generaciones que nos permita observar cómo repartimos sacrificios y beneficios ahora y en los años o décadas que seguirán. Niños, niñas y jóvenes han sido los grandes damnificados de la crisis de 2008. La tasa de riesgo de pobreza persistente en hogares con menores de 18 años es casi el doble que en hogares con sólo personas adultas. En esta ocasión, todas las medidas de escudo social intentan amortiguar los efectos de la crisis en los grupos sociales con potencialmente mayor riesgo y es evidente que protegiendo a las familias más vulnerables se protege a la infancia. Pero necesitamos análisis de más largo recorrido. Análisis que pongan en la balanza, por ejemplo, la enorme asimetría que observamos entre la gestión de la crisis de la Covid-19 y el cambio climático, la primera, más rápida e inmediata; la segunda, más lenta, pero no menos urgente.

Margarita León es profesora de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona.

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