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Opinión - 14.02.2019

La estupidez política: un enfoque científico

Casado no ha inventado nada. Ni siquiera lo ha hecho su inspirador, Donald Trump

Contra el criterio de mis editores y todo pronóstico, hoy hablaremos de política. Tranquilos, no vamos a resolver el procés inmarcesible ni a exhumar los presupuestos del sueño de los justos, pero sí aspiramos a entender los orígenes de ese discurso de traiciones y felonías, esencias nacionales y plazas de Colón, rayos ensordecedores y truenos deslumbrantes que ha abducido a la política patria. ¿De dónde nos ha llegado esta maldición? ¿Por qué nos arrastra a la espesura y a las profundidades bénticas del debate? Las respuestas, en esta columna.

El lenguaje tosco con el que Pablo Casado logró superar a las demás derechas el sábado, en las fases de calentamiento de la mani del domingo, parece haber escandalizado a los analistas de toda cuerda. No sé por qué, ya que los analistas saben perfectamente que esas groserías no son argumentos políticos, sino meras estrategias electorales. Hay oyentes cultos e inteligentes que se ponen a discutir con la radio cuando rebota esos mensajes. La mayoría de la gente no parece ser consciente de que la política ya no la hacen los políticos, sino los estadísticos. Basta un pico de audiencia en Twitter para que los asesores “ordenen” a sus líderes que se enreden en un certamen a ver quién dice la burrada mayor. Cuesta creer que Casado piense todo eso que dijo. Pero, en el fondo, lo que piense da igual: solo importan las encuestas internas que le amenazan por la extrema derecha, con la que está intentando mimetizarse.

Los observadores norteamericanos también llevan unos años desconcertados por el discurso de Donald Trump. Ya durante la campaña presidencial, percibieron que sus mensajes —simples, directos al punto y expresados con una autoconfianza casi geológica— eran una clave importante de su éxito. Y los psicólogos ya tenían evidencias de que los políticos que llegan muy arriba suelen coincidir con los que emiten un discurso más simple y zafio. Pese a todo el revuelo que organiza Trump cada vez que saca la lengua a paseo, el presidente no es el inventor de esa herramienta de manipulación de masas. Su estrategia de comunicación es, por el momento, la cumbre de una escalada que lleva en marcha desde hace un siglo y no da signos de remitir. Cada vez menos análisis, cada vez más autoconfianza, más determinación y certidumbre, más empuje y menos reflexión.

La forma en que los psicólogos de las universidades de Texas en Austin y Princeton han descubierto esa tendencia secular (PNAS) merece un párrafo. Con la digitalización de todo documento viviente, resulta posible analizar cientos y miles de discursos presidenciales y otros textos políticos desde principios del siglo XX hasta hoy mismo. Y los investigadores han utilizado una técnica lingüística que suele funcionar en otros contextos: cuantos más artículos y preposiciones, el pensamiento es más analítico; cuantos más adverbios y verbos auxiliares, es más intuitivo. Por otro lado, cuantos más pronombres personales, más autoconfianza, influencia y poder. Estas correlaciones funcionan bien en inglés. ¿Funcionan también en español? He ahí una buena tarea para un lingüista. Sea como fuere, los de Texas y Princeton demuestran en su trabajo que, en la política, el pensamiento analítico decrece continuamente desde hace un siglo, y que va siendo sustituido inexorablemente por el discurso silvestre del liderazgo, la autoconfianza y el pronombre personal. Casado no ha inventado nada. Ni siquiera lo ha hecho su inspirador, Trump. La estupidez del discurso político es una marea lenta e implacable. Toda resistencia será fútil.

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