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Opinión - 03.12.2019

La cumbre de Londres y la crisis transatlántica

El principal problema de la OTAN es de naturaleza política: la falta de confianza entre socios y aliados

Los días 3 y 4 de diciembre se celebra en Londres la Cumbre de la OTAN, que, tal y como ha sido habitual en los últimos años, ha estado marcada por la controversia antes de empezar. En esta ocasión, las principales divergencias han sido ocasionadas por el presidente francés, Emmanuel Macron, a raíz de una reciente entrevista realizada para The Economist, donde calificaba el estado de la OTAN de “muerte cerebral” y planteaba algunos cambios en el marco de las relaciones con Rusia.

Estas declaraciones, de claras resonancias gaullistas, se convirtieron en una nueva fuente de división europea, siendo criticadas tanto por la canciller alemana, Angela Merkel, como por la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, además de por el secretario de Estado, Mike Pompeo y por los líderes de Polonia o Turquía.

Con todo, Macron no es el único motivo de disputa. Las discrepancias relativas a la ofensiva turca en Siria o la ya tradicional disputa sobre las contribuciones de los aliados a la defensa común seguirán presentes en el marco de una cumbre que pretende centrarse en diferentes ámbitos como el de la incorporación del espacio al perímetro de defensa de la Alianza, la actualización del plan de acción contra el terrorismo, los desafíos de seguridad planteados por Rusia y, como aportación destacada, las implicaciones de seguridad derivadas del ascenso de China y su creciente presencia en Europa a través de diferentes vías, tanto políticas como geoeconómicas.

No hay que olvidar que la potencia asiática ya ha sido identificada por la Unión Europea como un “competidor económico” y un “rival sistémico”. Esta preocupación estaría motivada por el creciente protagonismo de China en el ámbito tecnológico o del ciberespacio, su creciente presencia en escenarios como los Balcanes o el Ártico y su política de comercio e inversión en sectores estratégicos. Es también un ámbito divisivo entre los aliados, como muestra la incorporación de Italia al proyecto One Belt One Road.

Tratando de evitar nuevas discrepancias con el presidente estadounidense, el Secretario General, Jens Stoltenberg, ha reivindicado el incremento de un 4,6 % del gasto en defensa global por parte de los aliados de Estados Unidos, entrando en las previsiones que 18 de los 29 aliados cumplan con el objetivo del 2% de Cardiff para 2024, entre los cuales no es previsible que esté España. Alemania ha confirmado que llegará a la meta del 2% en defensa, si bien para 2031, y ha planteado aumentar su aportación al presupuesto central de la Alianza, facilitando la reducción de la aportación estadounidense.

Este es un movimiento inteligente que permite al presidente estadounidense reivindicar políticamente el logro de algunas de sus demandas electorales originales, a menos de un año de las elecciones presidenciales y en un momento sensible en el que afronta un proceso de impeachment. La inclusión de China en la agenda sería otro aspecto positivo desde la perspectiva estadounidense.

Más allá de los objetivos centrales de la cumbre, los crecientes acontecimientos han demostrado que la principal problemática en torno a esta organización y a la relación transatlántica que la sostiene, son de naturaleza política antes que militar. Entre ellos, el más relevante es el de la creciente falta de confianza entre los aliados y no solo entre Estados Unidos y sus aliados europeos, sino también entre los propios europeos. Un elemento, sin duda, vital.

Esta vez la división entre los aliados viene tanto por intereses y valores crecientemente divergentes como por su visión en relación a cuál debe ser el rol que la relación transatlántica está destinada a ocupar. Francia se situaría entre los países más críticos, y los del Este, entre sus principales defensores. Otros países como Alemania, Italia o España han adoptado una posición de mayor prudencia.

La llegada de la Administración de Trump y su consideración de la OTAN como “obsoleta”, revertida al llegar al poder, ocasionó ciertos movimientos internos entre los aliados europeos que llevaron a plantear una incipiente política de defensa común y una vaga “autonomía estratégica”, especialmente evocada por aquellos países que se consideraron sus principales beneficiarios, como es el caso de Francia.

Más allá del aumento de recursos, estos movimientos no pueden sino ser observados con escepticismo como posible alternativa, pero pueden suponer una aportación complementaria muy deseable si conducen a una mayor coordinación entre los aliados y contribuyen a recuperar la tradición olvidada del pensamiento estratégico europeo y forjar un necesario consenso sobre las amenazas a la seguridad de la región.

La Alianza Atlántica, cuya historia está jalonada de crisis recurrentes con apariencia de novedad, tiene garantizado el futuro al carecer de alternativas realistas, pero haría bien en encarar los desafíos políticos que afronta, restaurando la confianza entre los aliados. Solo entonces podrá afrontar con éxito los numerosos e importantes desafíos de seguridad del sistema internacional que forman parte de su agenda.

Juan Tovar Ruiz es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Burgos.

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