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Opinión - 13.07.2019

Jugar con fuego

La pregunta que ronda a muchas urbes situadas en lugares cálidos es si llegará un momento en que no se pueda salir sin achichararse

El clima del siglo XXI podía definirse por una palabra: imprevisibilidad. Las estaciones no han cambiado, hace calor en verano y frío en invierno, pero sí se han descontrolado. Alaska padeció al principio del verano una ola de calor: la capital del Estado, Anchorage, vivió el 4 de julio la temperatura más alta desde que existen registros, 32,2 grados, casi diez grados por encima de la media en esta época del año y tres por delante del anterior récord. Se agotaron los ventiladores y, lo que es mucho más grave, se desataron incendios forestales. En Siberia ocurrió lo mismo el año pasado: calor y fuegos.

La coletilla “desde que existen registros” se repite en las informaciones sobre fenómenos climáticos, en las altas temperaturas nocturnas alcanzadas en Segovia en junio, en las lluvias torrenciales que padeció Navarra o en la mezcla de diluvio y tornados que ha provocado seis muertos en Grecia. El problema está en saber dónde se encuentra el límite, en qué momento las riadas o las temperaturas dejarán de ser soportables.

La ciudad estadounidense de Phoenix, en pleno desierto de Arizona, comenzó a crecer exponencialmente —su área metropolitana alberga a cuatro millones de habitantes y encabeza el crecimiento demográfico de EE UU— gracias a la generalización del aire acondicionado, porque antes en verano había que ser muy duro y estar muy aclimatado para soportar las temperaturas. Más allá del disparate de basar el desarrollo de una ciudad en el consumo masivo de recursos escasos, agua y energía, la pregunta que ronda a muchas urbes situadas en lugares especialmente cálidos es si llegará un momento en que no se pueda salir a la calle sin achicharrarse (literalmente).

La temperatura más alta alcanzada en la Tierra ronda los 54 grados, a la que se ha llegado en varios sitios (Pakistán, Kuwait, Irán, California), en la mayoría de los casos recientemente. En Phoenix, con un pico de calor de 47,8 grados en 2017, tuvieron que suspenderse los vuelos porque las pistas no eran practicables. En la mayoría de las olas de calor que padece Europa el termómetro no sube de los 45 grados (el récord absoluto en España está en 47,3). No resulta fácil imaginar casi diez grados más. La humanidad está jugando con fuego, nunca mejor dicho.

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