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Opinión - 27.11.2019

España en su sitio

Nuestro país se juega en estos días no solo la gobernabilidad doméstica, sino también el peligro de una quinta frustración consecutiva en el objetivo de jugar más protagonismo internacional

Fernando Morán, que firmó la adhesión a la hoy Unión Europea siendo ministro de Felipe González, resumió con el mismo título de esta tribuna lo que había significado la década 1976-1985 para la política exterior española. La dictadura franquista había dejado al país aislado de la comunidad euroatlántica, y en un primer momento incluso de Naciones Unidas, pero la democratización logró normalizar de forma rápida y efectiva el lugar de España en las relaciones internacionales. Casi todos los ministros de Asuntos Exteriores posteriores, llevados por un complejo de Adán al que no fue ajeno el mismo Morán, han sucumbido en algún momento a la tentación de considerar su propia gestión como el gran momento en el que habríamos conseguido recuperar un puesto de liderazgo en la política europea y mundial. Quienes incurrieron en un juicio tan generoso consigo mismos exageraban por partida doble: primero, porque si bien podemos aspirar al papel de potencia media y de Estado miembro influyente en la UE, no tiene sentido autoengañarse con desmesuras que no corresponden a la talla y recursos verdaderamente disponibles. En segundo lugar, porque una vez superada la posición a la vez excéntrica y subordinada que España ocupó hasta los años ochenta, ha habido más bien continuidad y hasta un crecimiento sostenido en la presencia internacional de tipo económico-empresarial, militar, educativo-científica o cultural, pero que no se debe al color del Gobierno ni a la labor del ministro de turno.

No obstante, concluir que la homologación diplomática está plenamente consolidada o que la proyección de la sociedad española fuera de sus fronteras es notable resulta compatible con un balance mucho más agridulce de la política exterior desarrollada a partir de 2000 teniendo en cuenta las posibilidades, limitadas pero reales, que disponemos. Una serie encadenada de semifracasos u oportunidades perdidas ha hecho que, siguiendo el manido símil pugilístico, pasásemos de golpear algo por encima de nuestro peso en los últimos años del siglo XX a hacerlo luego por debajo. La audaz apuesta promovida en el segundo mandato de Aznar para cambiar el foco de atención desde París-Berlín-Bruselas a Washington-Londres fue efímera y se saldó con el fiasco de Irak. El brusco reajuste realizado por Zapatero naufragó a la vez que el Tratado Constitucional, y cuando más tarde quiso enmendar su inicial desinterés por los asuntos exteriores o el de su ministro Moratinos por los asuntos europeos, la crisis mostró crudamente que la capacidad de influir se había reducido mucho. Rajoy fue otro presidente con tendencia a concentrarse en los temas internos sin que ni él ni sus ministros García Margallo o Dastis pudieran sacar réditos en el exterior de la recuperación económica al tener que gastar el capital disponible en el conflicto catalán.

Así que España no solo se juega en estos días la gobernabilidad doméstica, sino también el peligro de una quinta frustración consecutiva en el objetivo de jugar más protagonismo internacional. A diferencia de sus predecesores, el Gobierno de Pedro Sánchez y la diplomacia de Josep Borrell no esperaron a una segunda legislatura para moverse con relativa comodidad por los escenarios mundiales o europeos, pero está por ver que ese activismo tenga continuidad y que la inestabilidad no lleve a desaprovechar la ventana de oportunidad ahora existente. Lo que sí sabemos es que tendrá que hacerse sin Borrell, a punto de asumir uno de los cinco grandes cargos de la UE; lo que por otro lado viene a demostrar que en apenas año y medio se ha avanzado bastante para revertir ese relativo declive desencadenado poco después del cambio de milenio. De hecho, desde los nombramientos de Javier Solana como primer alto representante, de Rodrigo Rato para dirigir el FMI y del propio Borrell al frente del Parlamento Europeo (los tres hace más de quince años), ningún español había sido seleccionado para una responsabilidad política internacional de primer orden. En ese sentido, dirigir la acción exterior europea será una expresión renovada del “España en su sitio” tras bastante tiempo de ausencia.

Y, a la hora de hacer balance del legado de Borrell, la frase de Morán alcanza otros varios significados. Al margen de distintos hitos en el ámbito europeo, iberoamericano y multilateral (incluyendo la inminente Cumbre del Clima en Madrid que se organiza junto a Chile), su paso por el ministerio habrá servido para reorientar el proyecto de la Marca España más allá de la labor comercial y dedicando buena parte de la acción exterior a defender el buen sitio de España y su calidad democrática en la escena global. Íntimamente unido a ello está el enfoque mucho más político que ha sabido imprimir a las iniciativas de contrasecesión. En un artículo reciente contaba que a los pocos días de haber declarado en Estrasburgo sentirse “catalán, español y europeo”, viajó a su Pirineo natal y leyó en la pared de una vieja masía: “Aquí només som catalans”. Él, en cambio, siente, habla y ejerce tres identidades que no antagonizan sino que se complementan. Hay pocos modos mejores de poner a España en su sitio ante los nacionalistas monocolores y euroescépticos de ambos lados que no entienden el pluralismo mestizo y abierto que supone la mejor versión de Cataluña y de todo el país.

Pero si de verdad hay algo que caracteriza su política exterior ha sido el haberla desempeñado en sintonía con un proyecto integral de Estado que trasciende la acción diplomática; algo que tal vez solo haya hecho antes otro ministro del ramo: Francisco Fernández Ordóñez. Del mismo modo que aquel es recordado tanto por la ley del divorcio o la reforma fiscal como por su brillante balance internacional (que tenían como hilo común modernizar a la entonces joven democracia), Borrell sigue siendo el mismo que impulsó en el pasado una serie de políticas que, de no haberse llevado a cabo, condenarían hoy al país a una división internacional muy modesta. Desde la Secretaría de Estado de Hacienda encarnó el mármol que puso la España demócrata (o más bien socialdemócrata, por lo de hacer pagar impuestos para sufragar el Estado del bienestar) sobre la de “charanga y pandereta, de espíritu burlón y alma quieta” que diría el poeta sevillano. Y, si primero consiguió europeizar los ingresos públicos, luego hizo lo propio con el gasto, como ministro de Obras Públicas y Transportes durante esos años noventa que tanto simbolizaron la transformación de las infraestructuras y, por ende, de toda España.

Por supuesto, la biografía de Borrell, repleta de éxitos electorales o de gestión pero también de algunos sonados sinsabores, es susceptible de críticas. Incluso en el cargo que ahora deja, pese a que le ha valido como credencial para seguir ejerciéndolo cinco años más a un nivel superior, habrá quien encuentre aspectos problemáticos: quizás su política latinoamericana, el haber dejado casi intocado el funcionamiento mejorable del servicio exterior, o el mismo hecho de no haber tenido tiempo para concretar su ambiciosa retórica en el terreno migratorio y en el de la integración europea. Sin embargo, pocos negarán que ha ayudado a hacernos vislumbrar un sitio más relevante al que España puede y debe aspirar.

Ignacio Molina A. de Cienfuegos es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid e investigador en el Real Instituto Elcano.

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