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Opinión - 09.02.2019

Entre banderas

Los representantes políticos no pueden arrojar los problemas a las calles

El Partido Popular y Ciudadanos han convocado este domingo una manifestación en favor de la unidad de España a la que también se ha sumado Vox. El objetivo último declarado por los convocantes va más allá del lema, y se concreta en lograr mediante la presión de la calle que el presidente del Gobierno se vaya y llame a elecciones generales de inmediato. Son muchos los ciudadanos preocupados por el secesionismo catalán y por las últimas decisiones del Gobierno, así como por la inestabilidad política que ha marcado la legislatura. Pero el hecho de que el PP y Cs prefieran recurrir a una movilización antes que a una iniciativa parlamentaria, y, además, a una movilización convocada bajo un lema diferente del objetivo que dicen perseguir abiertamente, demuestra hasta qué punto los líderes de ambas fuerzas degradan el principio de la integridad territorial a la condición de reclamo partidista, al tiempo que conceden igual valor a las instituciones y a las calles.

Resulta inexplicable que Pablo Casado y Albert Rivera no adviertan el gratuito aval que combinar ambas esferas ofrece a las fuerzas independentistas, cuya estrategia consiste en forzar mediante viajes al asfalto resultados políticos que no están a su alcance en un Parlamento. Pero más grave resulta que la exasperada competición por hacerse con la hegemonía de su espectro político les empuje a ignorar que iniciativas como la movilización que han convocado solo redunda en favor de la consolidación de una fuerza extremista, mucho más cuando va acompañada de un lenguaje que confunde la dureza con el insulto, el ultraje y hasta la injuria. Puesto que en las calles no cuentan los votos, sino las multitudes, Vox estará en igualdad de condiciones que el PP y Cs para reivindicar como propio el éxito que pueda tener la convocatoria. Con el agravante de que, si se saldara con un fracaso, la responsabilidad sería de todos menos suya. Compartir con Vox la cabecera de una manifestación que la responsabilidad institucional aconsejaba no haber convocado (máxime cuando el Gobierno ya ha anunciado la ruptura de las negociaciones con los independentistas) coloca a esa fuerza en posición siempre ganadora y hará del PP y Ciudadanos sus víctimas electorales, antes de llevar a la totalidad del país hasta el callejón sin salida donde las intransigencias simétricas acaban mirándose frente a frente.

Apenas dos días después de que el PP, Cs y Vox llenen de banderas españolas la plaza de Colón, el Tribunal Supremo albergará el juicio a los líderes independentistas, que, previsiblemente, serán recibidos con las banderas contrarias. La épica cada vez más inquietante de esta escenografía está contribuyendo a ocultar que la elección trascendental en la que España se juega la convivencia es entre grados de compromiso con las instituciones democráticas y con el Estado derecho, en el que, entre otras cosas, los partidos y los ciudadanos están obligados a no aventurar la imagen de los tribunales, y no solo a no interferir una independencia garantizada por la Constitución y por las instancias jurisdiccionales europeas a las que la España democrática decidió someterse. Un deber inequívoco exigiría que quienes ejercen la representación política no arrojen los problemas a las calles, intentando resolverlos mediante el mandato recibido de los ciudadanos en las urnas. No ha sido esa la opción de los convocantes, que han preferido devolver el mandato a los ciudadanos convocándolos a elegir entre banderas.

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