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Opinión - 19.01.2019

El último cuadro

La eternidad es algo muy serio, por eso hay que tomársela a broma

Dicen que a Eduardo Arroyo le obsesionaba la idea de saber cuál sería su último cuadro. Es algo común a muchos pintores, escritores, músicos: imaginar o intentar saber cuál será su última pintura, su última página, su última partitura. Es más, a millones de personas les obsesiona la idea de imaginar cuál será su última obra, sea cual sea el trabajo que realizan.

El último cuadro de Eduardo Arroyo, quien murió el 14 de octubre pasado, se expone en el Jardín Botánico de Madrid, un lugar por el que el pintor sentía debilidad, junto con otras treinta y pico obras (pintura y escultura), todas pertenecientes a sus últimos años de creación. Titulado El buque fantasma, nombre que los organizadores de la exposición quisieron hacer extensivo a esta, representa un buque fantasmagórico y un tanto absurdo (tiene ruedas infantiles) que navega por un mar de máscaras, un elemento habitual en la obra de Arroyo. En tonos rojos, blancos, negros, amarillos y marinos, el melancólico buque induce a la trascendencia (la nave que se aleja para siempre o que se hunde, la barca de Caronte, la eternidad…), pero los colores vivos contrastan con ese sentimiento dándole al cuadro un sentido irónico, tan habitual en la obra del pintor. Sabedor de que fue el último que este pintó, su testamento artístico involuntario (parece ser que tenía ya pensados otros dos que no pudo sino esbozar o contar a los más cercanos), el espectador lo contempla así con un sentimiento ambiguo, mezcla de melancolía y de alegría irreverente, las dos constantes, por otra parte, en la pintura y en la escritura de Eduardo Arroyo. La eternidad es algo muy serio, por eso hay que tomársela a broma.

La última obra, el último pensamiento, el último día que viviremos (¿quién no ha pensado más de una vez cuál será el día y el mes en el que se despedirá del mundo, quizá este en el que está viviendo?) es una idea y un pensamiento que a muchas personas les obsesiona, especialmente cuando se acercan a su final. En la vida laboral, ¿cuál será el último trabajo que uno realice, la despedida de una actividad de años, la última mirada al lugar y al puesto de trabajo que abandonamos definitivamente? Y en la otra, la de verdad, la que termina de igual manera a como empezó: sumergiéndonos en la nada de la que procedemos, que algunos llaman eternidad y otros vida eterna, ¿cuál será nuestro último pensamiento, nuestra última palabra, nuestra mirada postrera al mundo del que nos despedimos? La propia idea de eternidad, ese concepto filosófico que por su dimensión nos llena de miedo (nuestra imaginación nos agranda tanto el tiempo presente que la eternidad nos parece una nada, y la nada, una eternidad, escribió Pascal), hace que la vida humana se nos convierta en un espejismo, en una ópera o baile de máscaras, en un viaje fugaz y evanescente, por más que en el día a día finjamos que vivimos sin pensar en ello. Todos esos sentimientos y temores, que Eduardo Arroyo, como muchos pintores antes que él, dejó plasmados en su testamento artístico, en ese cuadro que quedará ya como su epitafio plástico, son los mismos —no nos engañemos— que estaban ya en cualquiera de los otros, desde la primera obra que pintó cuando comenzaba a hacerlo. Al final, todas las obras responden al mismo espíritu, a la misma intención pictórica y filosófica, y lo único que las diferencia es el orden en el que fueron hechas. Igual sucede en la vida, en la que cada minuto es el mismo minuto y ninguno es más importante que el anterior.

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