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Opinión - 16.12.2018

El mal

El 9 de septiembre de 2001, nadie cerró la ventana. Jorge Baron Biza se lanzó al vacío desde un duodécimo piso

En Eterna Cadencia, una excelente librería de Buenos Aires, me aconsejaron que leyera El desierto y su semilla. Recordaba vagamente la historia de los Baron Biza, pero ignoraba que existiera esa obra. No me siento capaz de valorar su calidad literaria. Es demasiado potente, demasiado devastadora, como para entretenerse en juicios estéticos.

Raúl Baron Biza (1899-1964) fue terrateniente, escritor, político progresista, exiliado, pornógrafo, seductor y muchas cosas más. Su primera esposa, la actriz suiza Rosa Rossi Hoffman, conocida en el cine como Myriam Stefford, murió al estrellarse la avioneta que pilotaba. Baron Biza hizo erigir sobre su tumba un obelisco de 82 metros. Cuando conoció a la que sería su segunda esposa, Clotilde Sabattini, hija del gobernador de Córdoba, ella tenía 16 años y él 36. Se casaron al año siguiente, en 1935. Tuvieron tres hijos y una relación tormentosa, abundante en demandas de divorcio y reconciliaciones. El domingo 16 de agosto de 1964, Raúl y Clotilde se citaron con sus abogados para hablar nuevamente de divorcio. Raúl, con una sonrisa, arrojó ácido a la cara de Clotilde.

El libro El desierto y su semilla empieza justo en ese momento. Su autor es Jorge Baron Biza, hijo menor de la pareja. Jorge acompañó a su madre al hospital y permaneció a su lado durante años, mientras ella, con la calavera apenas cubierta de unos jirones de carne, viajaba por Europa de un quirófano a otro. Raúl Baron Biza, el padre, estaba ya muerto: horas después de agredir a su mujer se disparó en la sien. Hallaron su cadáver al día siguiente, con un vaso de whisky en una mano y un revólver en la otra.

Madre e hijo pasaron mucho tiempo en Milán, en manos de un cirujano. Antes del ácido, Clotilde Sabattini había desarrollado una valiente carrera política (fue encarcelada en 1940 por el Gobierno militar) y se había convertido en una pedagoga eminente. Con el tiempo llegó a recuperar un rostro, lleno de cicatrices. Participó en el retorno de la democracia a Argentina, en 1978. Ese mismo año se suicidó, arrojándose por una ventana. Su hija María Cristina se suicidó 10 años después, en 1988.

Jorge terminó de escribir El desierto y su semilla en 1995. Por entonces era un crítico prestigioso. Presentó la obra al Premio Planeta y no fue siquiera preseleccionada. Él mismo la editó y publicó en 1998, con un texto en la solapa cuyo sarcasmo aún estremece: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin condiciones. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como esta quedó atrapada mi soledad”.

El 9 de septiembre de 2001, nadie cerró la ventana. Jorge Baron Biza se lanzó al vacío desde un duodécimo piso. Había tenido muchos años para reflexionar sobre el mal, la única cuestión filosófica realmente interesante. Había visto el mal muy de cerca. En El desierto y su semilla dice que cuando afecta al hombre, lo hace bajo la misma condición que tiene en la naturaleza. Y lo despacha con solo tres palabras, distantes y exactas: “Involuntario, total y ausente”.

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