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Opinión - 08.09.2019

El filete del rey

Tomarse el trabajo de debatir sobre la difícil sostenibilidad del actual consumo de carne en los países ricos requeriría más esfuerzo intelectual, así que es mejor situarse en el terreno de la gracieta

Que el rey emérito se comió un filete, como dijo su nieta a las puertas del hospital, es algo que a muchos nos hubiera pasado inadvertido salvo por lo que suponía de indudable mejoría en una persona recién operada. Pero fue una perita en dulce para los que andan buscando argumentos grotescos que desacrediten la lucha medioambiental: muy pronto, una serie de contertulios al acecho alertaron contra todos aquellos idiotas que ponían el grito en el cielo porque el monarca se comiera un trozo de carne. Lo de siempre, esa táctica tópica, manoseada y rancia de echar mano de una anécdota y convertirla en ley. El filete del rey provocó que incluso algunos valientes columnistas declararan su intención de hundir su cara en un solomillo poco hecho, y celebraran a ese honrado pueblo trabajador que, ignorando las estupideces de la élite ecologista, goza de la humilde felicidad de comerse un filete empanado.

Tomarse el trabajo de debatir sobre la difícil sostenibilidad del actual consumo de carne en los países ricos requeriría más esfuerzo intelectual, así que es mejor centrarse en un filete, situarse en el terreno de la gracieta, caricaturizar al adversario, reducir su activismo, por ejemplo, a la anecdotilla de unas chicas que dicen estar protegiendo a las gallinas de ser violadas por los gallos. Mientras las más serias publicaciones del mundo prestan hoy sus portadas a la alarma insoslayable del cambio climático, una troupe de humoristas del negacionismo, unida a los cínicos que siempre ven ridículo el compromiso ajeno, siembra la duda sobre la sinceridad y la honestidad de quienes entregan su vida a una causa noble.

¡Y cómo no hacer chanza de Greta Thunberg! No hay comentarista audaz que no haya hecho su pequeño chiste sobre la niña de las trenzas. Sus gestos, su mirada en exceso determinada, su imagen algo anacrónica. En realidad, nos aclaran, no tratan de hacer sangre sino de proteger su inocencia, de evitar que la codicia de los mayores perturbe su infancia. Sorprende que jamás se preocupen por la vida de las niñas atletas que entregan sus mejores años al sacrificio físico, ni por las criaturas que se ven expuestas a discutibles espectáculos televisivos, ni por esos músicos adolescentes sometidos a un rigor que les aparta del juego. Esa competitividad, aunque distorsione para siempre sus vidas, resulta enternecedora; al fin y al cabo, se trata de pequeños héroes que nos traen medallas a casa o nos divierten con su arte iluminado y precoz. Pero Greta no nos da felicidad sino que nos pide un sacrificio, desafía nuestro bienestar exigiendo compromiso, y eso en sí es algo antipático. Para contrarrestar su mensaje hay que extender la idea de que está siendo manejada por oscuros e indecentes lobbies ecologistas que se sirven de pobres niñas con el objetivo de cercenar nuestra libertad individual. La libertad de comer carne roja como si no hubiera un mañana, por ejemplo, o la libertad de volar porque nadie nos tiene por qué impedir ser cosmopolitas. El cabreo proviene de que barruntamos que estas medidas afectarán a la vida tal y como la entendemos.

Como Greta es tan joven, han de envolver su burla en compasión: pobre, da miedito. Pero lo que ella proclama es lo que la comunidad científica se empeña en advertir. El asperger ha jugado a su favor: no admite la mentira y su mente trabaja sin distracciones. Los hipócritas que dicen sentir pena por ella esconden así su incapacidad para hacer algo que reduzca el infierno.

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