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Opinión - 25.03.2019

El desafío de la ‘populocracia’

Si las democracias no son capaces de refundarse, renovarse, inventar formas nuevas y originales de participación, se corre el riesgo de caer en regímenes como los instalados en Hungría y Polonia

El movimiento de los chalecos amarillos iniciado en noviembre no deja de despertar la curiosidad tanto en Francia como en el extranjero. ¿Cómo es posible que una movilización minoritaria pueda durar tanto, cuando no dispone de ninguna estructura organizada y la mayoría de los medios de comunicación no la ven con ojos demasiado favorables? ¿Cómo es posible que la opinión pública la haya apoyado en gran medida, al menos hasta hace poco, pese a que los manifestantes recurren a una violencia extrema o la justifican porque, según ellos, es la única forma de hacer oír su voz y la policía los reprime con gran dureza?

Los chalecos amarillos, divididos sobre muchas cuestiones —en particular, sobre sus métodos de actuación— entre radicales y moderados, proceden de las periferias de las grandes ciudades, de las ciudades medianas y, en menor medida, de las zonas rurales. En su mayoría ejercen trabajos mal remunerados, pero también hay muchas mujeres solas y jubilados. Es una población que sufre socialmente, que se siente marginada y despreciada. El movimiento nació de forma espontánea, a través de Facebook, a partir de una protesta contra la subida de impuestos sobre los carburantes.

Después amplió sus reivindicaciones para exigir, por ejemplo, el incremento del poder adquisitivo, servicios públicos más eficientes y el restablecimiento del impuesto sobre el patrimonio, y enseguida denunció la violencia policial. A pesar de su heterogeneidad, los chalecos amarillos han propuesto consignas políticas: la dimisión de Emmanuel Macron, por el que sienten un odio visceral, al que culpan de todos los males y sospechan capaz de todas las manipulaciones posibles e imaginables, y la celebración de un referéndum de iniciativa ciudadana.

Es en ese aspecto en el que el movimiento revela la magnitud del malestar político actual. Francia posee instituciones fuertes, las de la Quinta República, un presidente que, elegido por sufragio universal, dispone de unos poderes considerables, un método de escrutinio que permite obtener una mayoría clara en el Parlamento, una clase política bien formada y una Administración eficaz. Eso no ha impedido la eclosión de este movimiento que tiene, entre otros, los aspectos totalmente inéditos de un populismo social.

El populismo, en general, es un estilo basado en unos preceptos que constituyen un sistema de creencias bastante coherente. Afirma la existencia de un antagonismo irreductible entre un pueblo supuestamente unido, bueno y virtuoso y una élite homogénea, diabólica y perversa que conspira contra el primero. Proclama la soberanía sin límites del pueblo, que debe expresarse en la celebración constante de referendos y el uso de las redes sociales. Celebra la superioridad de la democracia directa frente a las formas anticuadas de la democracia liberal y representativa, que no es más que una nueva versión del poder oligárquico. Para el populismo y los populistas no existen preguntas, temas ni asuntos complicados de explicar, sino solo soluciones simples e inmediatas; esto se traduce en la denuncia y la estigmatización de los expertos, porque se considera que sus conocimientos son el instrumento supremo de los dominadores contra los dominados. El maniqueísmo innato y esencial del populismo empuja a crear chivos expiatorios en los que cristalizan los resentimientos y los odios y que se convierten en víctimas de una violencia que hasta hora, en general, sigue siendo simbólica: la casta, las élites, los inmigrantes, los extranjeros, los musulmanes, a veces los judíos. El populismo está impulsado por un líder que teóricamente encarna al pueblo en sus discursos. El populismo recurre al registro de la emoción y las pasiones, en contra de la fría racionalidad de los responsables políticos tradicionales y los tecnócratas, otro blanco de los populistas. Los cuales son muy dispares. Normalmente, el populismo es fruto de movimientos o partidos políticos. No es así en el caso de los chalecos amarillos, que pueden haber estado influidos por Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, pero que se formaron de manera espontánea.

Los chalecos amarillos exhiben todas las características del populismo, a excepción de una: no tienen líder y se niegan a tenerlo. Pero su existencia y la duración de su movilización, aunque se haya ido reduciendo semana tras semana, indican una transformación política fundamental. Para empezar, muestran la amplitud del desafío político al presidente de la República, su mayoría y las instituciones, sobre todo con el declive de los partidos políticos y los órganos intermedios. Además, señalan una especie de agotamiento de la Quinta República. Y por último, ilustran el avance de lo que el sociólogo italiano Ilvo Diamanti y yo hemos llamado la populocracia, que erosiona las bases de las democracias liberales y representativas en Francia y otros países. La populocracia es el resultado de la fuerza de los populismos organizados como partidos. Sus ideas impregnan las opiniones públicas, sus temas de interés dictan las agendas, su forma de hacer política se ve reproducida en gran parte por sus adversarios, su lenguaje simplificador se extiende, su temporalidad, la temporalidad de la urgencia, se impone. Sobre todo porque han entendido que lo digital constituye una revolución.

Nuestras sociedades han dejado de tener “intermediarios”. Por consiguiente, gracias a la repercusión de las redes sociales, las propuestas de democracia, ya no solo directa, sino inmediata —porque no tiene mediación e impone la urgencia de la temporalidad absoluta—, que defienden la soberanía ilimitada de la gente, en detrimento de las normas y los procedimientos del Estado de derecho, adquieren una enorme fuerza. Además, los líderes que combaten el fondo del populismo, por ejemplo porque son profundamente europeístas, en la forma tienden a recurrir al estilo populista para conquistar el poder y para presentarse como alguien de fuera, antisistema, de modo que personalizan sus políticas, simplifican su lenguaje, fustigan a todos los partidos y responsables políticos tradicionales y apelan a la gente sin dialogar ni negociar con los órganos intermedios, los sindicatos, las organizaciones sectoriales y las asociaciones, a las que acusan de defender exclusivamente los corporativismos; buscan actuar de la forma más rápida posible, hasta el punto de caer en la precipitación. Es lo que se ha podido denominar el populismo centrista, o el populismo de gobierno, bien representado hace algún tiempo por Matteo Renzi en Italia y también por Emmanuel Macron.

Desde luego, la populocracia no ha triunfado aún ni en otros países ni en Francia, donde Macron está aún protegido por las instituciones y donde, con el “gran debate” que ha puesto en marcha, está tratando de recuperar el contacto con una parte de la población (no con los chalecos amarillos) y también su empuje político. Sin embargo, tanto en Francia como en otros países, constituye una posibilidad, una dinámica que está sacudiendo los partidos tradicionales —ya en mala situación—, los sistemas políticos y, en general, las democracias. O estas son capaces de refundarse, renovarse, inventar formas nuevas y originales de participación, o la próxima etapa podría ser la que ya se encuentra en vigor en el corazón de Europa, en Hungría y Polonia: la democracia iliberal.

Marc Lazar, profesor de Historia y Sociología política en Sciences Po (París), es autor con Ilvo Diamanti del libro Peuplecratie. La métamorphose de nos démocraties, Gallimard, 2019.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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