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Opinión - 18.10.2019

El almacén de ideas

Se equivocan los que dominan la calle si creen que tienen el mundo a sus pies

En 1920, un muchacho con la cabeza llena de pájaras literarias conoció a Franz Kafka. Fue gracias a su padre, que trabajaba con él en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, en Praga. Un día le pidió a su hijo que fuera a su despacho, quería darle una sorpresa. Gustav Janouch tenía 17 años, se enteró en ese momento de que su padre conocía sus poemas y que se los había dado, además, a leer a un colega suyo, al que también le interesaba la literatura. Fueron a verlo. Era “un hombre alto y delgado”, cuenta, hicieron buenas migas. El muchacho lo empezó a visitar con frecuencia, salían de paseo, hablaban de lo divino y lo humano (y de libros), reían mucho. Janouch lo apuntaba todo, y un día terminó publicando aquellas conversaciones.

El joven aprendiz de poeta llevaba un diario y tenía “un almacén de ideas”. Allí apuntaba, o guardaba, relatos y poemas, notas variopintas, recortes de periódicos y revistas, proyectos. Todo sin orden ni concierto. No es mal plan para imitarlo.

Se podría copiar de sus Conversaciones con Kafka aquello que les ocurrió un día cuando paseaban. Se encontraron con una multitud que avanzaba cantando y llevando una gran cantidad de banderas rojas. El muchacho reaccionó fascinado: “Es la fuerza de la Internacional”, comentó sonriendo. El “doctor Kafka” no lo veía tan claro y le preguntó si no estaba sordo: “¿No oye lo que canta esa gente? Son canciones claramente nacionalistas de la vieja Austria”. Sobre las banderas observó que no eran más que “un envoltorio nuevo para pasiones viejas”. Kafka arrastró al joven Janouch por una pequeña callejuela y sortearon el barullo. Ya más tranquilos, le confesó: “No soporto estos ruidosos tumultos callejeros. En ellos se halla latente todo el horror de nuevas guerras de religión, aunque sin Dios, que empiezan con banderas, canciones y música y acaban con sangre y violencia”.

El muchacho insistió en que se trataba de manifestaciones pacíficas. “Sólo hay sangre en las morcillas de los charcuteros”, añadió con la máxima convicción. Kafka, más escéptico, le contestó que en Praga las cosas iban más lentamente. Todo se andará, vino a decirle después. Y se refirió a su tiempo como “una época de maldad”. Añadió: “En estos mismos momentos, se está hablando de patria, cuando en realidad ya hace mucho que las raíces de los hombres fueron arrancadas de la tierra”.

En otra ocasión, Kafka y el muchacho volvieron a toparse con un gran grupo de trabajadores con banderas y estandartes. “Estas gentes están tan convencidas y seguras de sí mismas, y de tan buen humor…”, dijo Kafka. “Dominan la calle y creen que por eso dominan el mundo. Pero están equivocadas. Tras ellas ya están los secretarios, funcionarios y políticos profesionales, todos los sultanes modernos a quienes les están preparando el camino al poder”. Kafka era un antiguo, qué es eso de “sultanes”. Pero venga, que se incluya también este comentario en el almacén de ideas.

Eso sí, habrá que añadir algo del día. Quizá sirva lo que se recogía ayer en un reportaje de este periódico. Se ocupaba de eso que los independentistas de Cataluña llaman Tsunami Democràtic. Y de sus recursos tecnológicos. Hay un grupo dirigente en algún lugar que emite mensajes y decide acciones, se explicaba, y en otro sitio un montón de gente los recibe y, diligentemente, ejecuta las órdenes. No se decía nada de sultanes, son otros tiempos.

 

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