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Opinión - 22.03.2020

Distancias

Me cuesta asumir que el contacto con mis seres queridos tenga que venir mediado por esos dispositivos de plástico, a la vez que soy consciente de que parece la única forma de ponerle algo de freno al bicho

Resulta difícil pensar en las distancias cuando dos maromos peludos andan frotándote de los pies a la cabeza para dejarte bien limpio y sentarte en el butacón de una habitación de hospital. Disfrutan tanto ellos con su trabajo como yo tan poco, sentado en ese invento del demonio. Con lo bien que se está tumbado, casi como en una suite de hotel, salvando, claro, las distancias, ya que allí no hay tanto tubo ni maquinaria con su ruido constante e indescifrable para el no instruido.

Me explica mi hijo, que tiene título, de antropólogo o algo así, todavía no lo tengo claro, que esto de las distancias tiene un nombre de disciplina científica denominada “proxemia”. Al parecer se pueden estudiar las distintas culturas en función de su relación con la distancia entre las personas, ya sea íntima, personal, social o pública. Desde la distancia de los susurros hasta el mínimo de un metro que marca la prevención del contagio, pasando por la de los buenos amigos o los que son solamente conocidos.

Yo intento tomar distancia de todo este asunto del coronavirus, pero el trasiego de enfermeras y médicos vistiendo con mascarillas y guantes me lo pone difícil. Me cuesta además asumir que el contacto con mis seres queridos tenga que venir mediado por esos dispositivos de plástico, a la vez que soy consciente de que parece la única forma de ponerle algo de freno al bicho. Eso y un viscoso gel hidroalcohólico al que parece que la gente se ha hecho adicta, convirtiéndolo en el artículo más vendido en estos días junto al papel higiénico, que se acumula en los estantes de los españoles.

El jabón huele incomparablemente mejor, y parece que resulta igualmente efectivo. Un invento sencillo que nos hace la existencia más agradable y permite tratarnos en las cortas distancias, evitando desagradables olores humanos. Y que también ha salvado numerosas vidas, desde que los médicos intuyeron que era conveniente lavarse las manos antes de acompañar los partos y los militares comenzaron a utilizarlo para limpiar heridas de guerra.

Otro consejo que parece bastante útil para evitar una mayor propagación de la epidemia parece el de no usar la mano dominante para las tareas cotidianas, claro que en eso yo ya vengo entrenado desde que hace cinco años un ictus se me llevara el lado derecho del cuerpo por delante. Puede decirse que tengo bastante mano izquierda en esas lides, y ahora solo me queda esperar a que la bala del coronavirus solo me roce, o mejor, ni eso.

Vemos cómo el maligno virus se está llevando por delante a una gran parte de la población de ancianos que creían que pasaban sus últimos días instalados en residencias en las que minimizar la distancia y la soledad. Poco les habrá animado el discurso del Rey, salvo que se hayan lanzado a coger una cacerola y una cuchara para golpearla, utilizando, claro, su mano no dominante.

Todo parece reducirse entonces a una espera. Algunos científicos aventuran que hasta dentro de 18 meses no habrá una vacuna disponible para distribuir a gran escala, aunque si todo va más o menos bien dentro de un par de meses podremos asomar la cabeza, salir un poco a la calle y saludar a nuestros amigos como si fueran conocidos y a nuestros conocidos como si fueran el público asistente a un acto oficial. Yo, de momento, me conformo poder seguir escribiendo en casa, a ser posible, sin guantes ni mascarilla. Aunque prometo lavarme las manos, sobre todo la dominante, con frecuencia y un buen jabón.

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