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Opinión - 17.10.2019

Desastre sirio

La ofensiva turca ha provocado una situación extremadamente peligrosa

Desde que Donald Trump ordenó la retirada de las tropas estadounidenses y dio luz verde al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, para lanzar una ofensiva contra las milicias kurdas en el norte de Siria, todo lo que ha podido ir mal ha ido mal: muertes de civiles, denuncias de crímenes de guerra, fuga de presos del Estado Islámico, 100.000 desplazados que no saben dónde ir y a los que no les llega la ayuda humanitaria. La tardía reacción de Trump, que el lunes amenazó con sanciones contra Ankara si no detenía la ofensiva, no ha mejorado las cosas.

Pese a que puede verse afectada directamente por este nuevo frente, la Unión Europea se ha mostrado titubeante: se ha limitado a llamar al cese de las hostilidades y a la búsqueda de una salida diplomática. Algunos Estados miembros, entre ellos España, han decretado además un embargo en las futuras ventas de armas a Turquía, aunque se trata de una medida que tendrá muy poca influencia sobre la ofensiva actual. Turquía es además un país miembro de la OTAN y alberga en su territorio, en la base de Incirlik situada a 250 kilómetros de la frontera, bombas atómicas estadounidenses, lo que complica todavía más la situación.

La zona que controlaban las llamadas Fuerzas Democráticas Sirias, una milicia dirigida por los kurdos, representa en torno a un tercio del territorio sirio y en ella viven cuatro millones de personas, que hasta ahora se habían librado de la dictadura de Bachar el Asad, pero sí habían padecido la crueldad del Estado Islámico. El ISIS fue derrotado en marzo por las milicias kurdas, que contaron con el apoyo de Estados Unidos, que mantenía desplegados unos 1.000 soldados. La mayoría del combate sobre el terreno lo realizaron los kurdos, ahora “traicionados” por Washington, una palabra que han utilizado militares y políticos estadounidenses para describir la forma en que han abandonado a sus aliados.

Turquía, que mantiene un largo conflicto interno con los kurdos, pretende crear una franja de seguridad de 30 kilómetros de ancho y 480 de largo en la frontera. También ha mostrado su intención de instalar allí a dos de los 3,1 millones de refugiados sirios que alberga en su territorio. Sin embargo, nada garantiza que sus tropas no se adentren más profundamente en Siria, lo que ha llevado a los kurdos a pactar con Damasco y permitir la entrada de su Ejército en una zona que hasta ahora escapaba a su control. Como ha ocurrido desde el principio del estallido de la guerra civil en Siria, en 2011, el conflicto tiene un fuerte componente étnico y ya se están produciendo episodios de violencia sectaria.

Con la intempestiva orden de retirada, Trump ha dado una patada a un avispero, que resume toda la complejidad y crueldad de la guerra siria. El ataque turco ha provocado una situación caótica, y peligrosa, que solo tiene un ganador claro: el dictador Bachar el Asad y su principal apoyo, Rusia, cuyas tropas están ocupando las posiciones abandonadas por EE UU. Y dos perdedores: la población civil kurda y la diplomacia de Washington, que ha confirmado una vez más que ha dejado de ser un aliado fiable y que ha entregado en bandeja a sus teóricos oponentes una parte importante del territorio sirio. El daño —diplomático, estratégico y, sobre todo, humano— es enorme.

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