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Opinión - 05.02.2019

De El Asad a El Asad, pasando por el infierno

La Administración de Donald Trump está protagonizando un bochornoso espectáculo con sus vaivenes acerca de la retirada de las pocas tropas que tiene sobre el terreno en Siria

En marzo de 2018, coincidiendo con el séptimo aniversario del inicio de la guerra en Siria, el presidente sirio Bachar el Asad se hizo filmar mientras conducía su coche por las calles repletas de escombros de Ghouta Oriental, una zona cercana a Damasco. Por aquel entonces, las fuerzas leales a El Asad estaban ganando terreno a los rebeldes, que llevaban un lustro bajo asedio en la zona. Las imágenes de El Asad retornando triunfante, y aparentemente relajado, perseguían un evidente fin propagandístico. No obstante, si las reducimos a su cruda esencia, nos sirven para sintetizar lo que han supuesto estos trágicos años de conflicto: Siria ha sido devastada, pero El Asad sigue estando allí.

La magnitud del desastre humanitario no puede capturarse solo en cifras, pero estas proveen una muy necesaria perspectiva. En 2011, cuando estalló la guerra, Siria era un país de 21 millones de habitantes. Casi ocho años más tarde, aproximadamente medio millón de ellos han muerto como resultado de la violencia (unas muertes ocasionadas mayoritariamente por las fuerzas pro-El Asad), más de cinco millones y medio han sido registrados como refugiados, y más de seis millones son desplazados internos en Siria. Estos números evidencian el fracaso de una “comunidad internacional” que, en Siria y en tantos otros contextos, no se ha hecho merecedora de este nombre.

Las profundas divisiones en el Consejo de Seguridad de la ONU han impedido una respuesta conjunta a la crisis. En gran medida, dichas divisiones son consecuencia de la intervención militar de la OTAN en Libia, autorizada por el Consejo de Seguridad —con la abstención de Rusia y China— justo mientras se desataban las hostilidades en Siria. La intervención en Libia excedió su mandato humanitario y se obcecó en provocar un cambio de régimen en el país, desembocando en el asesinato de Muamar el Gadafi.

Habiendo tomado nota de ello, Rusia y China se muestran ahora más recelosas si cabe de toda intervención militar en nombre de la “responsabilidad de proteger”, una doctrina invocada en principio para corregir los desmanes de Gadafi. El uso del veto en el Consejo de Seguridad se viene incrementando notablemente, hasta el punto de que Rusia lleva ya vetadas 12 resoluciones relacionadas con Siria. Por su parte, China —que en toda su historia solo ha usado su poder de veto en 12 ocasiones— ha bloqueado también seis de dichas resoluciones. Uno de los vetos conjuntos de China y Rusia impidió que se remitiese el caso de Siria a la Corte Penal Internacional, cuando en el caso libio se había conseguido aprobar una resolución unánime en este sentido.

La parálisis del multilateralismo es a la vez causa y consecuencia de que, desde un punto de vista internacional, la guerra de Siria haya estado marcada por los intereses geopolíticos. Toda semblanza de humanitarismo se ha limitado a resoluciones relativamente menores y escasamente productivas, acuerdos puntuales como el alcanzado por Estados Unidos y Rusia para destruir las armas químicas en posesión del régimen sirio, y cuestionables bombardeos orientados a castigar las flagrantes violaciones de este acuerdo. El único consenso que se ha demostrado moderadamente robusto —y fructífero— ha sido el que ha generado la lucha contra el Estado Islámico: actualmente, este se encuentra muy tocado, aunque todavía no hundido.

A la luz de las dificultades descritas, es obvio que la diplomacia en Siria nunca iba a ser un camino de rosas. De hecho, el incesante goteo de acusaciones cruzadas entre las grandes potencias fue uno de los motivos por los que Kofi Annan renunció en 2012 a su cargo de enviado especial de la ONU y de la Liga Árabe en el país levantino. Sin embargo, el fracaso de las negociaciones no era —ni es— inevitable. Más allá de importantes factores contextuales, este fracaso se debe asimismo a una serie de imprudencias que, ya sea por acción o por omisión, se han cometido con Siria.

Entre estos errores estratégicos destaca el indisimulado afán de Estados Unidos por derrocar a El Asad, aunque nunca existiese un apetito por intervenir directamente en Siria. El objetivo de cambio de régimen fue definido explícitamente por la Administración de Obama —y también por la Unión Europea— al poco de comenzar la guerra, y fue minando los pacientes esfuerzos diplomáticos liderados por Annan. Y es que, como observó el ya fallecido Patrick Seale (uno de los más renombrados cronistas sobre Siria), la obsesión por el cambio de régimen “no es un plan para la paz”: este enfoque no logró otra cosa que poner a El Asad más a la defensiva e infundir expectativas poco realistas a una oposición enormemente fragmentada. Habiéndose perdido la oportunidad que supuso la primera Conferencia de Paz de Ginebra, convocada por Annan en 2012, la vía diplomática entró en una espiral de descalabros.

Mientras tanto, la Unión Europea se ha mostrado excesivamente pasiva ante un conflicto que afecta a un país participante en la Política Europea de Vecindad. Recordemos que la guerra de Siria originó la terrible crisis de los refugiados, que ha removido los cimientos de la UE y que —por encima de todo— ha causado un inmenso sufrimiento humano. A pesar de ello, Bruselas y los países miembros de la UE han ido continuamente a remolque, aplicando parches (como el acuerdo con Turquía sobre los refugiados) en vez de apostar más decididamente por atajar el problema de raíz.

Hoy en día, la desorientación que aqueja a Occidente en lo referente a Siria es absoluta. La Administración estadounidense, en particular, está protagonizando un bochornoso espectáculo con sus vaivenes acerca de la retirada de las pocas tropas que tiene sobre el terreno en Siria. Todavía es una incógnita cómo pretende contrarrestar Estados Unidos la influencia de Irán en Siria y qué garantías se ofrecerán a los kurdos, que tanto han contribuido a combatir al Estado Islámico. Lo que queda claro es que Occidente se está dando de bruces con la realidad: cuando la polvareda levantada por el Estado Islámico se está despejando, resulta que la Siria que está apareciendo no es tan distinta políticamente de la que existía antes.

Esto no significa que El Asad haya salido totalmente indemne de la guerra y que vaya a ser capaz de imponer su voluntad sin cortapisas. Pero sí que, a falta de alternativas viables, y pese a los brutales crímenes que ha cometido con el apoyo directo de Rusia e Irán, tendrá que desempeñar un papel en el futuro inmediato de Siria. Está comprobado que cuanto más tiempo y recursos se invierten en una política equivocada, como fue la de cambio de régimen, más difícil se hace abandonarla. Sin embargo, no queda otra: Occidente debe rehuir los espejismos y sentarse a negociar más seriamente —y a todos los niveles— aprovechando las muchas herramientas que la diplomacia pone en nuestras manos.

Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

Copyright: Project Syndicate, 2018.

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