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Opinión - 23.01.2020

Crimen perfecto

Trump cuenta con un sólido argumento, que no tiene nada que ver con la justicia, la moral o la razón: la disciplina partidista de los senadores republicanos

No hace falta que el presidente de Estados Unidos cometa un delito para que sea destituido. El impeachment sigue las reglas de un juicio, pero no es un juicio penal, sino político. Las tareas del instructor y a la vez del fiscal corren a cargo de la Cámara de Representantes, cuyo pleno aprobó la acusación por dos delitos, abuso de poder y obstrucción a la investigación. El tribunal sentenciador es el Senado, compuesto por 100 senadores, que deben alcanzar los dos tercios para condenar al acusado a la única pena prevista: la destitución.

De un delito presidencial probado se deduce que le seguirá la destitución, pero no toda destitución necesita un delito de carácter penal. La lógica del impeachment no es sencilla y constituye parte del debate que suscita el artículo 2 de la Constitución. El presidente será destituido en caso de “traición, corrupción u otros crímenes y faltas graves”. El abuso de poder y la obstrucción de la investigación son algunos de esos crímenes y faltas graves de los que se acusa a Trump.

Este principio ha sido propugnado por uno de los juristas más prestigiosos de la abogacía estadounidense como es Alan Dershowitz, defensor de O. J. Simpson, de Harvey Weinstein y ahora también en el equipo de Donald Trump, y obligado por tanto a desmentirse. “Si alguien ocupa el cargo de presidente y abusa de la confianza y llega a poner en peligro nuestra libertad —declaró hace unos años respecto al impeachment— no hace falta que haya cometido un crimen definido técnicamente”.

El presidente, según opinión mayoritaria, no puede ser juzgado por la justicia ordinaria, ni siquiera en caso de flagrante delito. Antes debe ser destituido. De esta dificultad deriva la prudencia del fiscal especial Robert Mueller, que investigó las complicidades de Trump en las interferencias de Rusia en las elecciones presidenciales, y eludió cualquier pronunciamiento que le señalara directamente, a pesar de la acumulación de indicios culpables.

Trump no niega los hechos delictivos: la coacción a un dirigente extranjero para beneficiarse personalmente en las próximas elecciones presidenciales y luego la obstaculización de la investigación del Congreso. Niega que sean delito y reivindica tales acciones como parte de sus poderes y privilegios. “Fue perfecto”, ha asegurado. Cuenta con un sólido argumento, que no tiene nada que ver con la justicia, la moral o la razón: la disciplina partidista de los senadores republicanos.

En la primera sesión del juicio, los republicanos rechazaron la admisión de nuevos testigos y pruebas documentales. Quieren resolver el trámite lo más pronto posible y llegar al voto absolutorio, hasta ahora perfectamente disciplinado y seguro. Los demócratas creen que sin más pruebas y testigos y sin controversia de argumentos, no habrá un juicio justo. Anuncian, además, que la verdad que ahora se oculte no tardará en salir, para vergüenza de quienes la han ocultado. Pero entonces será quizás demasiado tarde para salvaguardar las instituciones de la democracia.

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