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Opinión - 21.05.2019

Contante y sonante

Nuestra ingenuidad digital es peligrosa. Frente a la evolución ponemos una sonrisa bobalicona

La quinta plaga bíblica exterminó todo el ganado egipcio. Hay quienes comparan la llegada del 5G con aquella calamidad. Para prevenirse, el faraón norteamericano ha declarado la emergencia nacional y expulsado a la gran marca china de telefonía del reparto de red local. En alianza con Google, el mayor monopolio de la historia, buscan expulsar a Huawei del tablero tecnológico por su gran valor estratégico. Para los españoles, la organización del espacio radioeléctrico es una causa ajena. Persuadidos por los agentes interesados de que todos los desarrollos se hacen por el bien común, permanecemos en la ignorancia. Ahora esperamos la llegada del 5G tumbados en la hamaca, confiados a la magia. El 5G será la próxima gran revolución en las telecomunicaciones. De este nuevo desarrollo dependerá eso que llamamos el Internet de las Cosas o el coche autónomo. Todo lo que apunta hacia una vida más cómoda señala también el horizonte de una vida menos privada. Así funciona este segmento de negocio, un nuevo totalitarismo que se impone no a través de la coerción y el miedo, sino de un modo más sutil, a través de la facilidad en el consumo y el confort doméstico. La velocidad prometida de 10 Gbps de bajada anuncian el 5G como la llave definitiva a la hiperconectividad.

La subasta de frecuencias radioeléctricas celebrada hace días en Alemania ha rebasado en las pujas los 5.000 millones de euros. Según la Agencia Federal de Redes, hasta el momento se han realizado 171 rondas de pujas, todas ellas repartidas entre los cuatro operadores invitados al proceso: Telefónica, Deutsche Telekom, Vodafone y Drillisch. El Gobierno alemán recaudará esos 5.000 millones de euros por la concesión de las bandas y destinará los ingresos, según ha prometido, a mejorar la cobertura nacional y la infraestructura digital en todo el país, con especial atención al desarrollo del conocimiento en escuelas e institutos. En el Reino Unido las autoridades sacaron a subasta las primeras redes de 5G y recaudaron cerca de 1.000 millones de euros. Allí se esperaba una contención de precios para favorecer la competencia, pero la autoridad reguladora tuvo que intervenir para evitar situaciones de monopolio en el mercado y, pese a ello, los precios se fueron por las nubes.

Y ahora llega la pregunta incómoda. ¿Cuánto de todo esto sucede en España con la misma claridad y contundencia económica? La subasta de julio del año pasado alcanzó los cien millones de euros en España y no hay previsiones fiables. Los ciudadanos no están enterados de algo básico, que en el desarrollo tecnológico se expropian terrenos colectivos para cedérselos a intereses económicos muy concretos. El negocio, que es la base del desarrollo, está obligado a compensar a los Estados. Y esa compensación forma parte de nuestra riqueza. La permuta de terrenos físicos de lo público a lo privado nos pilló desinformados y desembocó en la gran corrupción urbanística que aún nos asombra. Sin escarmentar, seguimos pensando que unos santos y esforzados gigantes de las teleco nos ofrecen servicios gratis por cariño. Nuestra ingenuidad digital es peligrosa. Frente a la evolución ponemos una sonrisa bobalicona. La negociación de los caladeros en aguas ajenas y la cuota de mercado para nuestra flota pesquera nos resulta familiar, pero la tierra y el mar que están ahora en subasta son invisibles. Pero del precio contante y sonante depende nuestro futuro.

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