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Opinión - 08.12.2019

Constitución analógica, política digital

La gran cuestión es si hoy, en este mundo tecnológico tan propenso a las salidas populistas, podemos sumar los necesarios consensos para reformar la Carta Magna

¿Cómo era el mundo de la política cuando se aprobó la Constitución hace 41 años y cómo es en la actualidad? Esta es la cuestión fundamental cuando se suscita el debate sobre su más o menos necesaria reforma. Porque estamos hablando de dos realidades absolutamente diferentes. Para empezar, hace cuatro décadas había una hoja de ruta perfectamente trazada para cualquier país que quisiera abandonar un régimen autoritario. Era un objetivo sin ambivalencias, donde los medios para conseguir el fin se nos presentaban limpios y ordenados. Enseguida vimos que había que optar entre dos modelos de sociedad, el liberal capitalista o el autoritario de economía planificada. Dado nuestro entorno geográfico, la elección obvia fue adscribirnos al modelo occidental y aspirar a integrarnos en la Europa comunitaria. Luego hubo que adoptar otra serie de decisiones fundamentales para poder superar los demonios familiares de nuestra historia: evitar una ruptura drástica con lo anterior —de aquí viene la monarquía—, la ingobernabilidad y el fraccionalismo, y apostar por un modelo de Estado descentralizado con pleno reconocimiento de la diversidad del país, y acentuar los rasgos propios de un Estado social. Había un mapa con un itinerario meridiano y con todas las fuerzas políticas más importantes dispuestas a seguirlo. Y llegamos a la meta.

Hoy, por el contrario, las sociedades occidentales, y por tanto España, ya no saben bien dónde se encuentran ni hacia dónde se dirigen. El mundo de lo político ha perdido su anterior coherencia. La globalización y la europeización restringen el marco de decisiones políticas, las ideologías se han despedido de su anterior nitidez y los clásicos ejes sobre los que se articulaba el enfrentamiento político se han hecho más plurales y difusos. Esto ha conducido a una creciente fragmentación del sistema de partidos y ha provocado una crisis de representación de caballo. En parte por el tránsito desde una política cada vez más tecnocrática a otra más emocional-identitaria. Pero también por las formas a través de las cuales se expresa la conversación pública. Aunque más que de una conversación habría que hablar del ensordecedor griterío de las redes. (Por cierto, ¿hubiera sido posible alcanzar el consenso de la Transición bajo las condiciones que impone esta nueva esfera pública?) La gran transformación la ha producido el cambio tecnológico, que está revolucionándolo todo.

Bajo ese trasfondo, nuestra Constitución, por muy representativa que sea del mundo que hemos perdido, todavía sirve como un eficaz mecanismo de reducción de la complejidad y de la imposición de un orden. Al menos, mientras sigamos sin saber qué queremos ser de mayores. Lo que más urge, sin embargo, es resolver lo que ella misma nos dejó a medias, la organización territorial del Estado. La gran cuestión es si hoy, bajo las prácticas de la democracia digital, con su propensión a las salidas populistas, estamos en condiciones de sumar los necesarios consensos para ello. En este caso yo abogaría por intentarlo antes que aferrarnos a lo existente como lo único posible. Ningún dique acaba soportando la fuerza torrencial de algunos cambios.

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