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Opinión - 25.03.2020

Casa del Rey

De que rueden cabezas coronadas no es el momento, creo. Hay coronas que infectan mucho peores

Yo también me sumo a los vítores, y como son a la hora en que preparo la cena, me quito antes los guantes con los que estoy poniendo a remojo la espinaca o considerando un precocinado. A estas alturas se sabe: el látex protector es una lata amortiguadora, y nosotros queremos que nuestras manos, ya que está suspendido el tacto ajeno, se rompan los dedos a aplausos. A las nueve, la baraúnda de las cacerolas, y ahí, sin gustarme el discurso del Rey, no se me oye: en zonas altas de las grandes ciudades al perol le acompañaban los himnos, los insultos, el ondear de banderas que maldita la falta que hacen cuando lo que hace falta son mascarillas. Olla podrida.

La oratoria es un arte difícil que no está reñido con la emoción; Felipe VI afrontaba una situación inédita y no dio el tono. La arenga era lo lógico (“ánimo y adelante”), así como llamar a la unidad, que nunca sobra ante el peligro. La voz aguerrida que convenía tras la baladronada de Puigdemont aquí debía calmar, sin hacerse meliflua. Calmar y galvanizar. De eso se trataba. Pero los reyes de países democráticos no son políticos, solo actores. Y como no dictan leyes sino que representan, sus guionistas, además de ocurrentes, han de mostrarse extremadamente cautelosos y muy mandones, como lo han sido en un reinado de casi 70 años lleno de percances los secretarios privados de Isabel II (aún se recuerda al legendario y temido lord Charteris). Sus equivalentes españoles, los jefes de la Casa del Rey, permitieron, bajo el monarca anterior, la pernocta gratis de un imputado y su señora en el palacio de Marivent, o, en un libro de Pilar Urbano, los comentarios homófobos y antiabortistas de doña Sofía. Y alguna cosa más. Aprovechando la crisis de la Covid-19 no estaría mal una limpieza a fondo de esa casa. De que rueden cabezas coronadas no es el momento, creo. Hay coronas que infectan, y cetros, mucho peores.

</CS>La oratoria es un arte difícil que no está reñido con la emoción; Felipe VI afrontaba una situación inédita y no dio el tono. La arenga era lo lógico (“ánimo y adelante”), así como llamar a la unidad, que nunca sobra ante el peligro. La voz aguerrida que convenía tras la baladronada de Puigdemont aquí debía calmar, sin hacerse meliflua. Calmar y galvanizar. De eso se trataba. Pero los reyes de países democráticos no son políticos, solo actores. Y como no dictan leyes sino que representan, sus guionistas, además de ocurrentes, han de mostrarse extremadamente cautelosos y muy mandones, como lo han sido en un reinado de casi 70 años lleno de percances los secretarios privados de Isabel II (aún se recuerda al legendario y temido lord Charteris). Sus equivalentes españoles, los jefes de la Casa del Rey, permitieron, bajo el monarca anterior, la pernocta gratis de un imputado y su señora en el palacio de Marivent, o, en un libro de Pilar Urbano, los comentarios homófobos y antiabortistas de doña Sofía. Y alguna cosa más. Aprovechando la crisis de la Covid-19 no estaría mal una limpieza a fondo de esa casa. De que rueden cabezas coronadas no es el momento, creo. Hay coronas que infectan, y cetros, mucho peores.</CW>

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