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Opinión - 17.03.2019

Atentado islamófobo

Los discursos de odio contra la comunidad musulmana no pueden tener cabida en una democracia

El atentado islamófobo perpetrado el viernes en la localidad neozelandesa de Christchurch que costó la vida a medio centenar de personas muestra hasta qué punto el discurso del odio se ha extendido globalmente y la necesidad urgente de combatirlo. Además, el autor de la matanza —un supremacista xenófobo— retransmitió en directo en formato videojuego los asesinatos por las redes sociales, añadiendo oprobio a su actuación criminal.

Aunque desgraciadamente cada vez más a menudo se producen noticias de asesinatos indiscriminados en todo el mundo, lo sucedido en Nueva Zelanda es la prueba indiscutible de que ninguna comunidad está a salvo de la amenaza terrorista y de que el dañino discurso que culpabiliza a todos los musulmanes del terrorismo islámico termina cristalizando en injustificables actos contra personas que ejercen pacíficamente la libertad de culto que garantiza cualquier democracia.

En este sentido, resultan particularmente certeras las palabras de la primera ministra neozelandesa, Jacinda Ardern, quien subrayó que Nueva Zelanda representa la diversidad, la amabilidad, la compasión y un refugio para quienes lo necesitan. Es decir, que frente a las tesis excluyentes y amenazantes de quienes quieren una sociedad étnicamente pura —y, con toda seguridad, uniforme también a la hora de pensar y actuar—, Ardern ha expuesto una de las cosas que dan sentido a las democracias: no son recintos cerrados de ciudadanos privilegiados y egoístas, sino comunidades cuyos miembros son conscientes de las obligaciones que tienen respecto a aquellos que no disfrutan de su bienestar ni de sus libertades.

Los discursos de odio contra la comunidad musulmana —y lo mismo puede decirse del antisemitismo que crece— no pueden tener cabida alguna en una democracia. Y esta tarea corresponde a Gobiernos, pero también a instituciones y empresas, entre las que figuran las redes sociales. Combatir la islamofobia es un deber y una prueba de calidad para las democracias.

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