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Opinión - 12.02.2020

Ana y Kitty

La niña tenía apenas 15 años cuando el diario se cierra, la salvación para la posteridad de este cuaderno fue casi milagrosa

Un artículo de Ian Buruma me llevó al Diario de Ana Frank, un libro célebre que nunca había leído y resulta no ser un diario. Esta obra maestra de la novela del siglo XX empieza con la declaración de una niña al cuaderno en el que anotará, durante poco más de dos años, sus bromas, su ansiedad, sus ensueños (no todos fallidos), su enamoramiento catastrófico de un chico tímido, refugiado judío como ella en una buhardilla de Ámsterdam. Al cuaderno le da un nombre, Kitty, y más que depositaria, Kitty es la parte callada de una de las parejas imaginarias más felices de la narrativa del yo (hay una ejemplar edición en Debolsillo, puesta al día y muy bien traducida por Diego Puls).

Ana, como si quisiera endulzar su temido destino final, se afana a lo largo de 350 páginas en entretenernos, en guiñarnos el ojo, en revelar su corazón de un modo travieso que tiene tanto que ver con el genio como con la puerilidad, si es que no son la misma cosa, como sugirió Baudelaire al proclamar que el genio es la infancia recobrada a voluntad. Es un libro del Holocausto escrito por una juguetona de 13 años que ya conoce el dolor y nos avisa de que la ficción y el humor proporcionan remedios. Comedia de enredos domésticos, prontuario de la conciencia del cuerpo adolescente, vaticinio del terror de los campos nazis, su Diario tiende a divagar, como la mejor literatura: la Oda a la estilográfica inserta en su entrada del 11 de noviembre de 1943 es memorable.

La niña Ana aspiraba a ser periodista y escritora. Tenía apenas 15 años cuando el 1 de agosto de 1944 su diario se cierra, y en fecha incierta, meses después, murió de tifus en cautividad. La salvación para la posteridad del “cuaderno Kitty” fue casi milagrosa. Pero los paliativos de la literatura no los pudo desarrollar para ella misma. A nosotros nos sirven de aliento.

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