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Opinión - 11.09.2019

Agonía de la unidad rota

El proyecto de la independencia resulta imposible, al menos por bastantes años

En la Diada de hoy saldrá mucha gente a la calle. Quizá menos, pero en todo caso mucha. Es un rito. Y una palanca para reclamar la unidad indepedeclinante, de hecho fracturada.

Porque todo en la dirigencia de la alianza del Govern es división. Esquerra sugiere una cuestión de confianza si no logra aprobar presupuestos y van a enésima prórroga, su tercera ejecución; Waterloo (Carles Puigdemont y Quim Torra), que de ninguna manera. Oriol Junqueras propone convocar elecciones tras la sentencia del procés, quizá para abrir el Govern a los comunes, y Torra se niega rotundamente. Esquerra patrocina la vía libre a la investidura de Pedro Sánchez y los posconvergentes votan y votarán en contra.

Aunque esta agonía se interrumpa con respiros esporádicos —la manifestación de hoy, las protestas contra la futura sentencia del procés—, la unidad político-estratégica del secesionismo se ha evaporado para largo tiempo. ¿Por qué?

Porque su argamasa unitarista quebró en su cénit. El fracaso del otoño de 2017 fue el detonante. Todo falló. El Estado democrático resistió. Las empresas trasladaron sus sedes. Europa no apoyó. Ni la mayoría del pueblo catalán respaldó. Cuando ningún cálculo ni promesa se cumplen, los platos rotos permanecen rotos.

El desacuerdo entre intransigentes y posibilistas —útil clasificación del historiador Joan Esculies— destrenza el futuro común, entre dos estrategias contrapuestas: la “confrontación” con el Estado de los waterloos, y el pactismo de Junqueras y Pere Aragonès. Descompone incluso el pasado: los pactos locales de ambos con aquel al que denunciaban como enemigo interno o botifler, al que se le negaba el pan y la sal (el PSC), indican que las líneas de alianzas antes postuladas y los cordones sanitarios antiespañolistas se esfuman. Eso sí, entre ásperas recriminaciones mutuas.

Pero la quiebra política y moral del secesionismo se multiplica desde aquel fiasco de 2017. Seis años después de la primera Diada soberanista, el exbloque indepe no ha proporcionado a los catalanes más prosperidad económica ni empresarial; no ha recuperado los niveles de atención social (colas hospitalarias, cerrojazo a la financiación de guarderías) previos a sus drásticos recortes; no ha logrado incrementar el nivel de autogobierno… …Y ha deteriorado las instituciones de la Generalitat. Con cierres del Parlament a lo Boris Johnson; con la atonía legislativa del Govern (récord de improductividad normativa); con el ninguneo al Consell de Garanties Estatutàries; con la parálisis de gobernanza de los entes autónomos.

Más sangrante aún para los seguidores fieles. Los organismos inventados por el feraz intervencionismo de Waterloo desaparecen, como el Consejo Asesor para el Proceso Constituyente (el chiringuito vacío que encabezaba Lluís Llach) sin ofrecer ningún fruto. O se difuminan, como el Consell per la República, convertido en una agencia de viajes de prestación inane y de incierta y sospechosa financiación.

Rota pues la unidad de prestigio, de diagnóstico y de propósito, y reconocido en privado el fracaso de la operación levantisca de 2017, solo queda un duro axioma que no se verbaliza: el proyecto de la independencia resulta imposible, al menos por bastantes años. Así que liberados de su yugo sus protagonistas, cada uno opta por acomodarse a su propia concepción particular, unos por persistir en el sueño, otros por aterrizar en la realidad.

Su drama es que a ambos les será arduo conciliar programa y trayectoria. Pues si los posconvergentes partían de un perfil de centroderecha, ¿cómo concitarlo con la agitación y el enfrentamiento permanente, cuando de momento ha desaparecido la causa profunda, la Gran Recesión, que llevó a los bienestantes de clase media a pasear su malestar por las calles? Y si Esquerra se reclama de un proyecto de centroizquierda y socialdemócrata ¿cómo lo cohonesta con su trayectoria de valet de chambre de la derecha, y además, pujolista?

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