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Opinión - 21.01.2019

Administrativa

El exoesqueleto de aluminio de los documentos oficiales, la complejidad ritual de los procesos o la exigencia de las nuevas tecnologías expulsan a los más débiles

El problema de este país es la obesidad de las mascotas?, ¿el consumo de pan blanco o integral?, ¿que el 26% de la población esté en riesgo de pobreza y exclusión? Mientras decidimos lo que es un bulo, lo que creemos y lo que queremos ver, en el espacio de la realidad ocurren dramas como el que Sara Mesa denuncia en Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático. A partir de un hecho real, Mesa disecciona las razones por las que la burocracia es laberíntica. El exoesqueleto de aluminio de los documentos oficiales, la complejidad ritual de los procesos o la exigencia de las nuevas tecnologías expulsan a los más débiles. Además, la renta mínima de integración sirve de poco si no va acompañada de medidas de inserción laboral. Transformaciones infraestructurales. Mesa analiza cómo la ciudadanía percibe una sobreabundancia de ayudas que es ficticia —unas reemplazan a otras— y abona el precioso jardín aporofóbico por el que caminamos desde la crisis y la precarización de las clases medias. Para combatir la aporofobia, Mesa propone la elaboración de un código deontológico para el tratamiento informativo de la pobreza y denuncia la fiscalización de la mendicidad en la creencia alucinante de que quienes piden limosna se forran.

Existen redes mafiosas, pero pobra y pobre lo son sin paliativos y contra ellos se proyecta nuestro temor al contagio: suciedad, pereza, abyecciones, falta de luces. Como si el empobrecimiento no se enraizara en la ausencia de igualdad de oportunidades, sino en la desidia y la maldad individual. Hay pobres tolerados y no tolerados: han de estar limpitos y no molestar. Dar las gracias. Las personas pobres son culpables y, en ese diagnóstico, se minimizan los daños producidos por la acumulación de la riqueza en pocas manos, monopolio, especulación. Los pobres tienen la culpa de no saber usar los ordenadores y no querer entrar en albergues sin sus perros. Mesa explica cómo la caridad es el monstruo que nos hace sentirnos buenas personas. Hasta hace poco unas pegatinas adornaban el metro de Madrid “No fomente la mendicidad”. Yo oía “No los mires”. Era el mandato de un gran hermano que mete la mierda bajo la alfombra creando un espejismo de bienestar antiséptico. Me llené los bolsillos de monedas para hacerlas caer en los vasos de esos mendigos que exhiben extremidades retorcidas. No fue caridad, sino rebeldía subversiva. Pese a que se pueda apelar al sistema como símbolo exculpatorio, el sistema existe, formamos parte de él y no a todo el mundo se le puede culpar en la misma proporción de su funcionamiento. Contra la reducción de las rentas mínimas de inserción en la Comunidad de Madrid hay convocada una concentración en Sol mañana día 22 a las 11:30.

Con la historia de Carmen, Mesa visibiliza otros casos de sinhogarismo y profundiza en las causas de esa feminización de la pobreza que ya describió Juan Miguel del Castillo en su excelente Techo y comida. La kafkiana peripecia burocrática de Carmen y de quienes quisieron echarle una mano para que accediese a una ayuda deja al descubierto nuestra indigencia moral, nuestra interesada ingenuidad, nuestra hipocresía colectiva y la insuficiencia asistencial de un sistema que no solo genera las necesidades asistenciales que pretende paliar, sino que las cronifica y agrava. Felicito a mi compañera por hablar de lo que nos rodea. Aunque algunos piensen que nos quejamos de vicio, que la pobreza solo se llama así cuando vemos un famélico bebé africano y que nuestros problemas verdaderos se relacionan con la obesidad de las mascotas y las medias raciones.

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